Gordo Charlie cogió un taxi para ir a su hotel. En el trayecto, se enteró de algunas cosas más que no mencionaba la revista de Caribbeair. Por ejemplo, se enteró de que la música, la música de verdad, la buena música, era la música country. En Saint Andrews, lo sabían hasta los rastas. ?Johnny Cash? Un dios. ?Willie Nelson? Un semidiós.
Se enteró de que no había motivo para marcharse de Saint Andrews. El propio taxista nunca había encontrado una buena razón para salir de Saint Andrews, y era algo sobre lo que había reflexionado mucho. En la isla había una cueva, una monta?a y una selva. ?Hoteles?, veinte. ?Restaurantes?, varias docenas. Había una gran ciudad, tres más peque?as y varios pueblos diseminados por toda la isla. ?Comida?, había una enorme variedad de frutas: naranjas, plátanos, nuez moscada. Incluso, le aseguró el taxista, tenían limas.
Gordo Charlie exclamó ??noo!? al oír esto último, más que nada para sentir que formaba parte de aquella conversación, pero el taxista pareció interpretarlo como un desafío a su sinceridad. Dio un frenazo, el coche derrapó junto a la acera, salió, cogió una fruta de un árbol y volvió a subir.
—?Mire esto! —le dijo—. Pregunte por ahí, a ver si encuentra a alguien que me tache de mentiroso. ?Qué es esto?
—?Una lima? —preguntó Gordo Charlie.
—Exactamente.
El taxista dio un bandazo y entró de nuevo en la calzada. Le dijo a Gordo Charlie que el Dolphin era un hotel excelente. ?Tenía familia en la isla Gordo Charlie? ?Conocía a alguien allí?
—En realidad —respondió—, he venido a buscar a alguien. A una mujer.
Al taxista le pareció una idea estupenda, porque Saint Andrews era un lugar perfecto si lo que uno andaba buscando era una mujer. Las mujeres de Saint Andrews, le explicó, tenían más curvas que las jamaicanas, y no te hacían sufrir ni te rompían el corazón como las de Trinidad. Además, eran más guapas que las mujeres de la Dominica, y eran las mejores cocineras del mundo. Si lo que Gordo Charlie andaba buscando era una mujer, había ido al sitio más adecuado.
—No busco a una mujer cualquiera —le explicó—. Busco a una en particular.
El taxista le dijo a Gordo Charlie que aquél era su día de suerte, porque él se preciaba de conocer a todos y cada uno de los habitantes de la isla. Cuando has vivido toda la vida en el mismo sitio, le dijo, no es difícil. Estaba deseando apostarse algo a que Gordo Charlie no conocía a todos los habitantes de Inglaterra, y Gordo Charlie admitió que, efectivamente, no los conocía a todos.
—Es una amiga de la familia —dijo Gordo Charlie—. Se llama Higgler. Callyanne Higgler. ?Le suena?
El taxista se quedó callado un momento. Parecía pensativo. Luego, le dijo que no, que no le sonaba ese nombre. El taxi se detuvo frente al hotel Dolphin y Gordo Charlie pagó al taxista.
Gordo Charlie entró. En el mostrador de recepción había una mujer joven. Le ense?ó su pasaporte y le dio el número de su reserva. Dejó la lima sobre el mostrador.
—?No trae usted equipaje?
—No —respondió Gordo Charlie en tono de disculpa.
—?Nada?
—Nada. Sólo esta lima.
Rellenó varios impresos y la chica le dio la llave y le indicó cómo llegar a su habitación.
Gordo Charlie estaba en el ba?o cuando llamaron a la puerta. Se puso una toalla en la cintura. Era el botones.
—Se olvidó su lima en recepción —dijo, y se la dio.
—Gracias —respondió Gordo Charlie.
Volvió a la ba?era. Terminado el ba?o, se metió en la cama y tuvo unos sue?os un tanto inquietantes.
En la casa que había en lo alto del acantilado, también Grahame Coats estaba teniendo unos sue?os de lo más extra?os, oscuros e inquietantes, por no decir realmente desagradables. Al despertar, no los recordaba de manera muy precisa, pero cuando abrió los ojos a la ma?ana siguiente, tenía la vaga impresión de haberse pasado la noche persiguiendo a otras criaturas más peque?as por un paraje con la hierba muy alta, despachándolos con sus garras, desgarrando sus cuerpos con los dientes.
En sus sue?os, tenía unos dientes que eran verdaderas armas de destrucción.
Se despertaba preocupado y se pasaba el día con el ánimo levemente alterado.