Estaba diciendo:
—No sé. Pensé que estábamos de vacaciones, pero ver a esos ni?os que carecen hasta de las cosas más básicas, le rompe a una el corazón —y, a continuación, mientras Ara?a trataba de comprender la importancia de aquello, Rosie prosiguió—: Me pregunto cuánto tiempo más piensa quedarse en la ba?era. Menos mal que aquí hay agua caliente más que de sobra.
Ara?a se preguntaba si las palabras de Rosie serían relevantes, si estaría en ellas la clave para salir de ese trance. Parecía poco probable. De todas formas, aguzó aún más el oído, por si el viento le traía más palabras de aquel otro mundo. Aparte del fragor de las olas que oía a su espalda, muy por debajo de donde él estaba, no se oía nada, sólo silencio. Pero un silencio muy particular. Existen, tal como imaginó Gordo Charlie en aquella mina abandonada, muchas clases de silencio. Las tumbas tienen su propio silencio, y el espacio exterior, el suyo, y la cima de una monta?a, el suyo propio. Aquél era un silencio de caza. Un silencio acechante. Y en medio de ese silencio, algo se movía con pasos de terciopelo, con músculos como muelles de acero cubiertos de suave pelo; algo del mismo color que las sombras sobre la hierba; algo que no permitiría que oyeras nada más que lo que quería que oyeras. Era un silencio que se movía de un lado a otro por delante de él, lenta e implacablemente, y que estaba cada vez más cerca.
Eso era lo que Ara?a oía al escuchar el silencio, y el vello de la nuca se le erizó. Escupió la sangre que tenía en la boca y esperó.
En la casa del acantilado, Grahame Coats paseaba arriba y abajo. Iba de su dormitorio al estudio, bajaba por la escalera hasta la cocina y luego subía a la biblioteca y, de ahí, otra vez a su dormitorio. Estaba furioso consigo mismo: ?de verdad había sido tan estúpido como para creer que la visita de Rosie no había sido más que una coincidencia?
Se había dado cuenta cuando sonó el timbre y vio aparecer en la pantalla del videoportero el anodino rostro de Gordo Charlie. No cabía duda: era una conspiración.
Había reaccionado igual que un tigre y había cogido el coche, convencido de que le sería fácil atropellarle y darse a la fuga: si se encontraban a un ciclista atropellado en mitad de la carretera, todos pensarían que había sido culpa de algún minibús. Por desgracia, no había contado con que Gordo Charlie circularía tan pegado al precipicio; Grahame Coats no quiso acercar más el coche al borde de la carretera, y ahora lo lamentaba. No, Gordo Charlie había enviado a aquellas dos mujeres que ahora estaban encerradas en su fresquera; eran espías. Se habían infiltrado en la casa de Grahame Coats. Tenía suerte de haberle dado la vuelta a la tortilla. Ya sabía él que algo no cuadraba.
Al pensar en las mujeres, se dio cuenta de que aún no les había llevado nada de comer. Debería llevarles algo. Y un cubo. Después de veinticuatro horas de encierro, probablemente necesitarían un cubo. Nadie podría decir de él que era un animal.
Había comprado una pistola en Williamstown la semana anterior. Era fácil comprar armas de fuego en Saint Andrews, era justo esa clase de isla. Pero casi nadie se molestaba en comprarlas, también era esa clase de isla. Sacó la pistola del cajón de su mesilla de noche y bajó a la cocina. Cogió un cubo de plástico de debajo del fregadero, echó dentro unos tomates, un ?ame crudo, un trozo de queso cheddar ya empezado y un cartón de zumo de naranja. Luego, orgulloso de sí mismo por haber pensado en ese detalle, fue a buscar un rollo de papel higiénico.
Bajó a la bodega. No se oía ningún ruido en la fresquera.
—Tengo una pistola —dijo—, y no me importaría tener que disparar. Ahora, voy a abrir la puerta. Vayan hacia la pared del fondo, por favor, dense la vuelta y pongan las manos contra la pared. He traído algo de comida. Si cooperan ustedes, las dejaré marchar sin hacerles da?o. Si cooperan, nadie saldrá herido. Y eso significa —Grahame Coats estaba encantado de tener ocasión de soltar aquella andanada de clichés que hasta ese momento le habían estado vedados— que no quiero tonterías.
Encendió las luces de la cámara y descorrió los cerrojos. Las paredes eran de ladrillo y piedra. Del techo colgaban oxidadas cadenas.
Las dos estaban de cara a la pared del fondo. Rosie estaba mirando a la pared. Su madre le miraba por encima del hombro como una rata atrapada en un cepo, furiosa y llena de odio.
Grahame Coats dejó el cubo en el suelo sin dejar de apuntarles con la pistola.
—Aquí les dejo el papeo —dijo— y, más vale tarde que nunca, un cubo. Ya veo que han estado utilizando ese rincón. Les dejo también un rollo de papel higiénico. Para que no digan que nunca hice nada por ustedes.
—Va a matarnos —dijo Rosie—, ?verdad?