Los Hijos de Anansi

—No —respondió Rosie—, no hubiera sido una buena idea casarme con Gordo Charlie. No estoy enamorada de él. Ya ves, no andabas del todo equivocada.

 

Oyeron un portazo en el piso de arriba.

 

—Ha salido —dijo Rosie—. Rápido. Aprovechemos mientras él está fuera. Vamos a excavar un túnel.

 

Rosie se echó a reír con una risa nerviosa y, a continuación, se echó a llorar.

 

Gordo Charlie estaba intentando entender qué hacía Daisy en la isla. Daisy, por su parte, intentaba averiguar con igual empe?o qué estaba haciendo Gordo Charlie en la isla. Ninguno de los dos estaba teniendo mucho éxito. En el escenario, al fondo del peque?o restaurante del hotel, una cantante con un vestido rojo, largo y ce?ido, que tenía demasiado talento para amenizar la Velada Musical de los jueves del Dolphin, cantaba I've Got You Under My Skin.

 

—Así que estás buscando a la mujer que vivía en la casa de al lado cuando eras ni?o, porque ella puede ayudarte a encontrar a tu hermano —dijo Daisy.

 

—Alguien me dio una pluma. Si la se?ora Higgler aún la conserva, puede que logre canjearla por mi hermano. Merece la pena intentarlo.

 

Daisy parpadeó lentamente, con aire pensativo, nada convencida de la explicación de Gordo Charlie, mientras picoteaba su ensalada.

 

—Bueno, y tú has venido porque crees que Grahame Coats buscó refugio aquí después de matar a Maeve Livingstone. Pero no estás aquí en misión oficial. Has venido por tu cuenta para comprobar si tu corazonada es cierta. Y si, efectivamente, está aquí y lo encuentras, no podrás hacer absolutamente nada al respecto.

 

Daisy se limpió con la punta de la lengua unas semillas de tomate que se le habían quedado en la comisura de los labios. Parecía estar incómoda.

 

—No he venido en misión oficial —dijo—. Soy una simple turista.

 

—Pero has dejado tu trabajo sin más y has venido hasta aquí para buscarlo. ?Te das cuenta de que podrías acabar en la cárcel por esto?

 

—En ese caso —respondió, sarcástica—, es una suerte que no tengamos tratado de extradición con Saint Andrews, ?no?

 

Gordo Charlie exclamó por lo bajo:

 

—?Oh, Dios!

 

El motivo de que Gordo Charlie exclamara ??Oh, Dios!? fue que la cantante había abandonado el escenario y se había puesto a pasear por entre las mesas con un micrófono inalámbrico. En ese preciso instante, les estaba preguntando a una pareja de turistas alemanes de dónde eran.

 

—?Y por qué habría de elegir precisamente esta isla? —le preguntó Gordo Charlie.

 

—Secreto bancario. Suelo muy barato. No hay tratados de extradición. O a lo mejor siente pasión por los cítricos.

 

—Me he pasado dos a?os aterrorizado por ese hombre —dijo Gordo Charlie—. Voy a servirme un poco más de esa cosa de pescado y plátano verde. ?Vienes?

 

—Estoy bien así —respondió Daisy—. Quiero dejar sitio para el postre.

 

Gordo Charlie se dirigió al bufé dando un rodeo, para no llamar la atención de la cantante. Era muy guapa, y la luz se reflejaba en las lentejuelas de su vestido rojo, de suerte que brillaba de forma diferente según se moviera.

 

Era demasiado buena para aquella orquesta. Estaba deseando que volviera a subir al escenario y siguiera cantando clásicos del blues —le había gustado mucho como había interpretado Night and Day y su conmovedora interpretación de Spoonful of Sugar—, en lugar de andar por ahí haciendo preguntas entre el público. O, por lo menos, que se fuera a preguntar a los comensales del otro lado.

 

Se llenó el plato hasta arriba con las cosas que más le habían gustado. Recorrer la isla a golpe de pedal le abría a uno el apetito.

 

Cuando regresó a la mesa, se encontró con que Grahame Coats —que se había dejado crecer una especie de barba— estaba sentado al lado de Daisy, y sonreía como una comadreja con cara de velocidad.

 

—Gordo Charlie —dijo Grahame Coats al verle, y soltó una risita desagradable—. Es increíble, ?no? Vengo buscándote a ti, para un peque?o tête—a—tête, y, mira por dónde, me encuentro además con esta atractiva policía. Siéntate ahí e intenta no hacer una escena, por favor.

 

Gordo Charlie, paralizado, parecía un mu?eco de cera.

 

—Siéntate —repitió Grahame Coats—, el ca?ón de mi pistola apunta directamente al estómago de la se?orita Daisy.

 

Daisy miró a Gordo Charlie con expresión suplicante y asintió. Tenía las manos extendidas sobre el mantel.

 

Gordo Charlie se sentó.

 

—Pon las manos donde yo pueda verlas, extendidas encima de la mesa, como tu amiga.

 

Gordo Charlie obedeció.

 

Grahame Coats, con expresión desde?osa, dijo:

 

—Siempre supe que eras un secreta, Nancy. Un agitador, ?eh? Te infiltras en mi empresa, me tiendes una trampa, me robas hasta la camisa.

 

Neil Gaiman's books