Los Hijos de Anansi

Siguió cantando. Siguió contándoles lo que pensaba hacer bajo el embarcadero; básicamente, hacer el amor.

 

La mujer del vestido rojo sonreía y chasqueaba los dedos mientras bailaba al ritmo de la música. Se inclinó sobre el micrófono del teclado y se puso a hacerle los coros.

 

?Estoy cantando frente a un montón de desconocidos —pensó Gordo Charlie—. ?Joder!?

 

No le quitó ojo a Grahame Coats.

 

En el último estribillo, empezó a dar palmas con las manos sobre la cabeza y, al momento, todo el público le siguió: comensales, camareros y cocineros; todos, menos Grahame Coats —que tenía las manos ocultas bajo el mantel— y Daisy, que las tenía encima de la mesa. Daisy le miraba como si pensara que, no sólo se había vuelto completamente loco, sino que, además, había escogido un momento muy poco oportuno para descubrir al Drifter que llevaba dentro.

 

El público aplaudió, Gordo Charlie sonrió y siguió cantando y, mientras cantaba, tuvo la certeza de que todo iba a salir bien. No les iba a pasar nada malo; ni a él, ni a Ara?a, ni a Daisy, ni a Rosie tampoco, dondequiera que estuviera, todos saldrían de ésa sanos y salvos. Sabía exactamente lo que iba a hacer: era algo estúpido e inverosímil, digno de un idiota, pero funcionaría. Y según se perdían en el aire las últimas notas, dijo:

 

—Me acompa?a una chica que está sentada en aquella mesa. Se llama Daisy Day. Es inglesa, como yo. Daisy, ?podrías saludar a estos amigos?

 

Daisy le lanzó una mirada de pánico, pero levantó una mano y saludó.

 

—Hay algo que me gustaría decirle a Daisy. Ella no sabe lo que voy a decir.

 

?Si esto no funciona —le susurró al oído una voz interior—, es mujer muerta. ?Eres consciente de ello??

 

—Pero esperemos que diga ?sí?. Daisy, ?quieres casarte conmigo?

 

La sala se quedó en silencio. Gordo Charlie miraba fijamente a Daisy, pensando que ojalá lo entendiera, que ojalá le siguiera el juego.

 

Daisy asintió.

 

La gente aplaudió. Esto sí que era un número de cabaret. La cantante, la ma?tre y varias de las camareras se dirigieron a la mesa para felicitar a Daisy, la obligaron a ponerse en pie y la empujaron hasta llevarla al centro de la sala. La empujaron hacia Gordo Charlie y, mientras la orquesta tocaba I Just Called To Say I Love You, él la rodeó con sus brazos.

 

—?Le vas a dar el anillo? —le preguntó la cantante.

 

Gordo Charlie se llevó la mano al bolsillo.

 

—Toma —le dijo a Daisy—. Esto es para ti.

 

La abrazó y la besó en los labios. ?Si alguien va a recibir un disparo —pensó—, será ahora.? Al terminar el beso, la gente se acercó a estrecharle la mano y a abrazarle —un tipo que, según dijo, había venido al festival, insistió en darle su tarjeta— y Daisy, con una expresión muy extra?a en la cara, sostenía en su mano la lima que él le acababa de dar. Cuando Gordo Charlie se volvió para echar un vistazo a la mesa en la que habían estado cenando, vio que Grahame Coats se había ido.

 

 

 

 

 

Capítulo Decimotercero

 

 

Que resulta ser funesto para algunos

 

Los pájaros estaban alterados. Graznaban, chillaban y trinaban como locos entre las ramas de los árboles. ?Ya llega?, pensó Ara?a, y soltó una maldición. Estaba vendido y acabado. Ya no le quedaba nada. Nada, excepto fatiga; nada, excepto agotamiento.

 

Se imaginó allí, tendido en el suelo, mientras lo devoraban. En general, decidió, era un modo espantoso de dejar este mundo. Ni siquiera estaba seguro de ser capaz de regenerar su hígado, de lo que sí estaba completamente seguro era de que, en cualquier caso, fuera lo que fuese lo que le estaba acechando, no se iba a conformar con comerse sólo su hígado.

 

Se puso a tirar del poste. Contó hasta tres y, luego, echando el resto, tiró hacia sí con ambos brazos para tensar la cuerda y arrancar el poste; luego, volvió a contar hasta tres y repitió la misma operación.

 

Aquello era como intentar empujar una monta?a para llevarla al otro lado de la carretera. Uno, dos, tres... tira. Y otra vez. Y otra más.

 

Se preguntó si aquella bestia tardaría mucho más.

 

Uno dos tres... tira. Uno dos tres... tira.

 

Alguien, en alguna parte, estaba cantando, oía su voz. Y la canción hizo sonreír a Ara?a. Se encontró deseando volver a tener lengua para sacársela al Tigre cuando por fin apareciera. Aquella idea le dio nuevas fuerzas.

 

Uno dos tres... tira.

 

Y el poste cedió y se movió un poco.

 

Otro tirón más y lo arrancaría, saldría del suelo con la misma facilidad que una espada clavada en una piedra.

 

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