Los Hijos de Anansi

Una vez se hubo marchado, Ara?a se acercó hasta el lugar donde había estado para coger el cordero. El cordero se movió y, por un instante, Ara?a creyó que seguía vivo, pero luego vio que estaba lleno de gusanos. Apestaba, y el hedor del cadáver ayudó a Ara?a a olvidar el hambre que tenía, por un ratito.

 

Lo llevó, manteniéndolo a cierta distancia, hasta el borde del precipicio, y lo tiró al mar. Luego, se lavó las manos en el arroyo.

 

No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar. El tiempo se estiraba y se encogía. El sol empezaba a caer por el horizonte.

 

?Después de la puesta de sol, y antes de que salga la luna —pensó Ara?a—. En ese momento, volverá la fiera.?

 

El implacablemente alegre representante del cuerpo de policía de Saint Andrews estaba sentado en el despacho del gerente del hotel con Daisy y Gordo Charlie, y escuchaba atentamente lo que cada uno de ellos tenía que decir con una plácida pero indiferente sonrisa en su amplia cara. De vez en cuando, se llevaba un dedo al bigote y se rascaba.

 

Le contaron al agente que un fugitivo de la justicia llamado Grahame Coats se les había acercado mientras cenaban y había amenazado a Daisy con una pistola. Pistola que, tuvieron que admitir, en realidad no había visto nadie más que Daisy. A continuación, Gordo Charlie le relató el incidente que había tenido con un Mercedes negro esa misma tarde, y le dijo que no, que no había podido ver quién iba al volante. Pero sabía de dónde había salido el coche. Y le habló al agente de la casa que había en lo alto del acantilado.

 

El policía se acarició su bigote entrecano con aire pensativo.

 

—Sí, efectivamente, hay una casa en el lugar que usted describe. Sin embargo, no pertenece a ese tal se?or Coats del que ustedes hablan. Ni mucho menos. La casa que usted describe pertenece a Basil Finnegan, un hombre extraordinariamente respetable. Desde hace muchos a?os, el se?or Finnegan viene demostrando un gran interés en colaborar con las fuerzas de la ley y el orden en esta isla. Ha donado dinero a las escuelas, y lo que es más importante, ha contribuido muy generosamente a financiar la construcción de una nueva comisaría.

 

—Me puso una pistola en el estómago —dijo Daisy—, y me dijo que si me negaba a acompa?arle, me dispararía.

 

—Si el se?or Finnegan hizo una cosa así, mi querida se?orita —replicó el agente de policía—, estoy seguro de que habrá una explicación muy sencilla. —Abrió su maletín y sacó un grueso legajo—. Les diré qué es lo que vamos a hacer. Tómense un tiempo para reflexionar sobre este asunto. Consúltenlo con la almohada. Si ma?ana por la ma?ana están ustedes plenamente convencidos de que fue algo más que un incidente provocado por unas copas de más, no tienen más que rellenar este formulario y entregarlo, por triplicado, en la comisaría de policía. Pregunten por la comisaría nueva, está justo detrás de la plaza Mayor. Todo el mundo sabe dónde está.

 

Les estrechó la mano y se marchó.

 

—Deberías haberle dicho que tú también eres policía —dijo Gordo Charlie—. A lo mejor así te habría tomado más en serio.

 

—No creo que hubiera sido una buena idea —replicó ella—. Cuando alguien te llama ?mi querida se?orita?, es que ya ha decidido que no merece la pena ni escucharte.

 

Se dirigieron a la recepción del hotel.

 

—?Adónde ha ido? —preguntó Gordo Charlie.

 

—?Se refiere a la tía Callyane? —dijo Benjamín Higgler—. Les está esperando en la sala de conferencias.

 

—Ya está —dijo Rosie—. Sabía que podría hacerlo a fuerza de columpiarme.

 

—Te va a matar.

 

—Nos va a matar de todos modos.

 

—No saldrá bien.

 

—Mamá, ?se te ocurre a ti algo mejor?

 

—Te va a ver.

 

—Mamá, ?quieres dejar de ser tan pesimista, por favor? Si tienes alguna sugerencia que pueda sernos útil, no dejes de decírmelo. De lo contrario, hazme el favor de callarte. ?Vale?

 

Silencio.

 

—Podría ense?arle el culo.

 

—?Qué?

 

—Lo que oyes.

 

—Esto... ?En lugar de?

 

—Además de.

 

Silencio. Luego, Rosie dijo:

 

—Bueno, peor no se van a poner las cosas.

 

—?Qué tal, se?ora Higgler? —dijo Gordo Charlie—. Quiero recuperar la pluma.

 

—?Qué te hace pensar que yo tengo tu pluma? —le preguntó, con los brazos cruzados sobre su inmenso pecho.

 

—Me lo dijo la se?ora Dunwiddy.

 

Por primera vez, la se?ora Higgler pareció sorprenderse al oír aquellas palabras.

 

—?Louella te dijo que yo tenía la pluma?

 

—Me dijo que usted tenía la pluma.

 

—La tengo en un lugar seguro. —La se?ora Higgler se?aló a Daisy con su taza de café—. No esperarás que me ponga a hablar delante de ella. No la conozco.

 

—Ella es Daisy. Puede hablar delante de ella con la misma confianza con la que habla conmigo.

 

—Es tu novia —dijo la se?ora Higgler—. Ya me he enterado.

 

Gordo Charlie notó que sus mejillas se encendían.

 

—No es mi... en realidad, no somos... Tenía que decir algo para alejarla del tipo que la estaba amenazando a punta de pistola. Fue lo primero que se me pasó por la cabeza.

 

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