Los Hijos de Anansi

Tiró de las cuerdas y cogió el poste con las manos. Debía de medir casi un metro. Uno de los extremos había sido afilado para poder clavarlo en el suelo. Le quitó las cuerdas, tenía las manos entumecidas. Las ataduras quedaron colgando inútilmente de sus mu?ecas. Sopesó el poste con la mano derecha. Serviría. Y entonces, supo que alguien le estaba vigilando, que llevaba ya un tiempo vigilándole, como un gato que vigila una ratonera.

 

Se le acercó en silencio, o casi en silencio, insinuando apenas sus movimientos, igual que se desplazan las sombras en el transcurso del día. El único movimiento que logró captar Ara?a fue el de su cola, que se movía impaciente. De no haber sido por eso, bien podría haber sido una estatua, o un montículo de arena que por un extra?o efecto de la luz pareciera una bestia salvaje, pues su pelaje tenía el mismo color de la arena, y sus estáticos ojos, el mismo verde del mar en febrero. Su rostro de pantera era grande y cruel. En las islas, la gente llama Tigre a cualquier felino grande, y éste era la síntesis de todos los grandes felinos de todos los tiempos —más grande, más cruel, más peligroso.

 

Ara?a seguía estando atado por los tobillos, y apenas podía caminar. Sentía pinchazos en las manos y en los pies. Saltaba alternativamente sobre sus pies, pero fingió que lo estaba haciendo adrede —como si estuviera bailando una especie de danza de intimidación— y no porque le dolieran al apoyarlos en el suelo.

 

Quería agacharse a desatarse los tobillos, pero no se atrevía a perder de vista a la fiera.

 

El poste era pesado y grueso, pero era demasiado corto para usarlo como lanza, y demasiado grande y difícil de manejar para usarlo de otro modo. Ara?a lo tenía cogido por el extremo más fino, el que había estado clavado en el suelo, y miró a lo lejos, hacia el mar, evitando a propósito mirar hacia donde estaba la fiera, vigilándole sólo con su visión periférica.

 

?Qué era lo que ella le había dicho? ?Gemirás. Llorarás a gritos. Tu miedo le excitará.?

 

Ara?a se puso a llorar a gritos. Luego, gimió, como un cabritillo herido, perdido y desamparado.

 

Un fogonazo de color arena se estaba acercando, apenas tuvo tiempo de percibir fugazmente —casi como un borrón— sus dientes y sus zarpas. Ara?a asestó un golpe al aire, como si el poste fuera un bate de béisbol, y notó que había acertado a darle en el hocico.

 

El Tigre se detuvo, y le miró fijamente como si no pudiera creer lo que veían sus ojos; luego, soltó un ga?ido y se fue por donde había venido, en dirección a los matorrales, como si tuviera una cita más importante de la que estuviera deseando poder escaquearse. Miró a Ara?a con resentimiento por encima de su hombro, la fiera estaba sufriendo, y le miró como si quisiera darle a entender que volvería.

 

Ara?a lo vio marcharse.

 

Luego, se sentó y se desató los tobillos.

 

Caminó cuesta abajo, renqueando levemente, por el borde del precipicio. Poco después, se encontró con un riachuelo que cruzaba el sendero y caía por el precipicio en una cascada que brillaba como un diamante. Ara?a se arrodilló, cogió un poco de agua con las manos y bebió, estaba fresca.

 

A continuación, se puso a coger piedras. Piedras del tama?o de un pu?o. Y las fue apilando como un arsenal de bolas de nieve.

 

—Apenas has comido nada —dijo Rosie.

 

—Eres tú la que tiene que comer. Tienes que mantenerte fuerte —le respondió su madre—. Yo he comido un poco de queso. Con eso me basta.

 

Hacía frío en aquella cámara, y estaba oscura. Tampoco era esa clase de oscuridad a la que los ojos acaban por acostumbrarse. No había nada de luz. Rosie había recorrido el perímetro de la habitación, tanteando las paredes —la piedra se alternaba con la pintura y con desgastados ladrillos—, buscando cualquier cosa que pudiera resultarles útil, pero no encontró nada.

 

—Antes comías bien —dijo Rosie—. Me refiero a cuando papá estaba vivo.

 

—Tu padre —le replicó— también comía bien. ?Y que sacó con ello? Un ataque al corazón que lo llevó a la tumba con cuarenta y un a?os. ?Qué clase de mundo es éste?

 

—Pero él disfrutaba comiendo.

 

—él disfrutaba con todo —dijo, con amargura—. Con la comida, con la gente, con su hija. Adoraba cocinar. Me adoraba a mí. ?Y qué consiguió? Una muerte prematura. Uno no debe ir por la vida repartiendo su amor a diestro y siniestro. Ya te lo he dicho muchas veces.

 

—Sí —contestó Rosie—, supongo que sí.

 

Caminó en la oscuridad, guiándose por el sonido de la voz de su madre, con la mano delante de la cara para no darse con las cadenas que colgaban del techo. Palpó el huesudo hombro de su madre y la rodeó con un brazo.

 

—No tengo miedo —dijo Rosie.

 

—Entonces es que estás loca —replicó su madre.

 

Rosie soltó a su madre y retrocedió en la oscuridad. De repente, se oyó un crujido. Del techo cayó un trozo de escayola y una lluvia de polvo.

 

—?Rosie? ?Qué estás haciendo? —preguntó la madre de Rosie.

 

—Me estoy columpiando de la cadena.

 

—Ten cuidado. Si se cae esa cadena, te estamparás contra el suelo y te abrirás la cabeza sin tiempo para decir ni pío —su hija no le respondió. La se?ora Noah dijo—: Ya te lo he dicho, estás loca.

 

—No —dijo Rosie—, no estoy loca. Es sólo que ya no tengo miedo.

 

Arriba, en la casa, se oyó un portazo.

 

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