Lo contempló con orgullo: dadas sus circunstancias, se sentía tan orgulloso de aquello como un ni?o que vuelve a su casa con un cenicero moldeado con sus propias manos.
La palabra, ésa era la parte más difícil. Fabricar una ara?a, o algo bastante parecido, a base de arcilla, saliva y sangre, había sido fácil. Los dioses, incluso un travieso dios menor como Ara?a, sabían cómo hacerlo. Pero la fase final de la Creación prometía ser realmente difícil. Hace falta una palabra para insuflarle vida a la materia. Hay que nombrarla.
Abrió la boca.
—Hrrrrarrrarrr —dijo, con su boca sin lengua.
No pasó nada.
Volvió a intentarlo.
—?Hrrarrarr!
La bola de barro seguía igual de muerta.
Dejó caer la cara en el suelo. Estaba agotado. Cada movimiento hacía que le tiraran las cicatrices que tenía en la cara y en el pecho. Supuraban y le escocían y —todavía peor— le picaban. ??Piensa! —se dijo—. Tenía que haber un modo de hacerlo... de hablar sin lengua...?
Sus labios estaban cubiertos de arcilla. Se los chupó y los humedeció como fue capaz, no era fácil hacerlo cuando uno no tenía lengua.
Respiró hondo y soltó el aire por la boca, modulándolo como pudo, y pronunció una palabra con tal convicción que ni el universo se atrevería a discutírselo: describió aquella cosa que tenía en la mano, y pronunció su propio nombre, que era el conjuro más eficaz que conocía: ?hharranna?.
Y en su mano, en el lugar que antes había ocupado la bola, apareció una ara?a bien gorda, marrón rojiza igual que la arcilla, con sólo siete patas.
?Ayúdame —pensó Ara?a—. Ve a buscar ayuda.?
La ara?a le miró, sus ojillos brillaban a la luz del sol. Luego saltó de su mano y se fue cojeando hacia la hierba, con paso vacilante.
Ara?a se quedó mirándola hasta que se perdió de vista. Luego, bajó la cabeza y cerró los ojos.
En ese momento, el viento cambió, y le llegó el inconfundible olor de un felino macho. Estaba marcando su territorio...
Arriba, en el cielo, Ara?a oía graznidos de triunfo.
A Gordo Charlie le sonaban las tripas. Si no anduviera tan escaso de dinero, habría salido a cenar esa noche, sólo para salir un poco del hotel. Pero se estaba quedando a dos malditas velas, y la cena estaba incluida en el precio de la habitación, así que, tan pronto dieron las siete, bajó al restaurante.
La ma?tre —era una mujer— le recibió con una espléndida sonrisa y le pidió que esperara aún unos minutos a que abrieran el restaurante. Había que darle un poco más de tiempo a los chicos de la orquesta para que terminaran de colocarlo todo. A continuación, se quedó mirándole. A Gordo Charlie empezaba a resultarle familiar esa mirada.
—?Usted...? —comenzó a preguntarle.
—Sí —respondió con aire resignado—, aquí la tengo. —Y sacó su lima del bolsillo para ense?ársela.
—Muy bonita —le dijo—, es una lima muy bonita. Lo que iba a decir es: ?cenará a la carta o prefiere el bufé?
—Bufé —respondió Gordo Charlie. Era un bufé libre. Se quedó esperando en el pasillo, a la entrada del restaurante, con su lima.
—Espere un momento, por favor —le dijo la ma?tre.
Una mujer menuda llegó por el pasillo. Le sonrió a la ma?tre y dijo:
—?Está abierto ya el restaurante? Me muero de hambre.
El bajo hizo un último drum–dung–dum y el teclado electrónico hizo plank. La orquesta dejó sus instrumentos y le hicieron una se?a a la ma?tre.
—Ya está abierto —dijo—. Pasen.
La mujer se quedó mirando a Gordo Charlie con sorpresa y cautela.
—Hola, Gordo Charlie —le dijo—. ?Para qué es esa lima?
—Es largo de contar.
—Bueno —dijo Daisy—, tenemos toda la cena por delante. ?Por qué no me lo cuentas?
Rosie se preguntaba si la locura podía contagiarse. En la ciega oscuridad del sótano de aquella casa en el acantilado, acababa de notar el roce de algo que pasaba por su lado. Algo suave y flexible. Algo enorme. Algo que gru?ía, en voz baja, mientras caminaba alrededor de ellas.
—?Tú también lo has oído? —preguntó.
—Pues claro que lo he oído, estúpida —replicó su madre—. ?Queda algo de zumo?
Rosie buscó a tientas el cartón de zumo y se lo pasó a su madre. La oyó beber. A continuación, su madre le dijo:
—No es el animal el que nos va a matar. él lo hará.
—Grahame Coats. Sí.
—Es un hombre peligroso. Hay algo o alguien que maneja sus hilos, como si fuera un mu?eco, pero sería un mu?eco perverso, y es un hombre perverso.
Rosie alargó la mano y cogió la huesuda mano de su madre. No dijo nada. No había gran cosa que decir.
—?Sabes? —le dijo su madre, al cabo de un rato—. Estoy muy orgullosa de ti. Has sido una buena hija.
—Oh —exclamó Rosie. La idea de no ser una decepción para su madre le resultaba completamente nueva, y no estaba muy segura de qué sentía al respecto.
—Quizá debieras haberte casado con Gordo Charlie —dijo su madre—. Si lo hubieras hecho, no estaríamos aquí ahora.