Los Hijos de Anansi

—No le provoques, imbécil —le espetó su madre. A continuación, forzando una especie de sonrisa, le dijo—. Es muy amable por su parte haber venido a traernos algo de comer.

 

—No voy a matarlas, qué disparate —dijo Grahame Coats. Pero, al oír las palabras que salían de su boca, admitió mentalmente que sí, por supuesto que iba a tener que matarlas. ?Qué otra opción tenía?—. No me dijeron que había sido Gordo Charlie quien las había enviado aquí.

 

—Estábamos haciendo un crucero —replicó Rosie—. Esta noche deberíamos estar en las Barbados comiendo pescado frito. Gordo Charlie está en Inglaterra. Ni siquiera creo que sepa dónde estamos. No le dije nada.

 

—Da igual lo que digas —repuso Grahame Coats—, soy yo quien tiene la pistola.

 

Dicho esto, cerró la puerta y echó los cerrojos. Aún pudo oír lo que decía la madre de Rosie:

 

—El animal. ?Por qué no le has preguntado por ese animal?

 

—Porque no son más que imaginaciones tuyas, mamá. Te lo he dicho mil veces. Aquí no hay ningún animal. Y, de todas formas, está como un cencerro. Probablemente te daría la razón. Estoy segura de que él también ve tigres invisibles por todas partes.

 

Molesto por aquel último comentario de Rosie, apagó las luces de la cámara. Cogió una botella de vino tinto, subió la escalera y cerró de golpe la puerta de la bodega.

 

A oscuras en aquel sótano, Rosie partió el trozo de queso en cuatro y empezó a comerse uno de ellos tan despacio como podía.

 

—?Qué era eso que decía de Gordo Charlie? —le preguntó su madre, una vez el queso se hubo fundido en su boca—. Otra vez tu maldito Gordo Charlie. No quiero ni oír hablar de él. él es el culpable de que estemos aquí encerradas.

 

—No, estamos aquí porque ese Coats está de atar. Es un pirado con una pistola. Gordo Charlie no tiene la culpa. —Se había prohibido pensar en Gordo Charlie porque, inevitablemente, siempre que pensaba en él, acababa pensando en Ara?a...

 

—Otra vez —dijo su madre—. El animal está aquí otra vez. Lo he oído. Puedo olerlo.

 

—Sí, mamá —dijo Rosie. Se sentó en el suelo de hormigón y se puso a pensar en Ara?a. Le echaba de menos. Cuando Grahame Coats entrara en razón y las dejara marchar, intentaría localizar a Ara?a. Decidido. Estaba dispuesta a averiguar si podían empezar de nuevo. Sabía perfectamente que no era más que una ingenua fantasía, pero era una bonita fantasía, y muy reconfortante.

 

Se preguntaba si Grahame Coats las mataría al día siguiente.

 

Separado de ella por algo tan menudo como la llama de una vela, Ara?a seguía atado a aquel poste.

 

Estaba bien entrada la tarde, y, a su espalda, el sol empezaba a caer.

 

Ara?a estaba empujando algo sirviéndose de la nariz y de los labios: no había sido más que una pizca de tierra seca hasta que escupió sobre ella y la sangre la humedeció. Ahora era una bola de barro, una tosca canica de rojizo barro. Había logrado darle una forma más o menos esférica, y ahora le estaba dando unos toques, metiendo la nariz por debajo de ella y levantando la cabeza. No sucedió nada, como tampoco había sucedido nada las últimas... ?cuántas veces iban ya? ?Veinte? ?Cien? Había perdido la cuenta. Se limitaba a seguir intentándolo. Apretó más la nariz contra el suelo, metió la nariz bajo la bola un poco más allá, levantó la cabeza y la echó hacia delante...

 

Nada. No iba a pasar nada.

 

Tenía que intentarlo una vez más.

 

Cerró los labios en torno a la bola. Cogió aire por la nariz, tanto como pudo. A continuación, soltó el aire por la boca. La bola salió disparada de su boca como el corcho de una botella de champán y fue a aterrizar unos cincuenta centímetros más allá.

 

Entonces, retorció su mano derecha. Tenía la mu?eca atada, y la cuerda tiraba de ella hacia el poste. Dio un tirón y la estiró todo lo que pudo. Estiró los dedos intentando alcanzar la bola, pero no llegaba.

 

Estaba tan cerca...

 

Ara?a cogió aire, de nuevo, pero le entró un poco de arena y se puso a toser. Volvió a intentarlo, girando la cabeza a un lado para no tragar tierra. Luego, miró al frente y sopló con toda la fuerza de sus pulmones en la dirección de la bola.

 

La bola de barro avanzó apenas un poco más de dos centímetros, pero con eso le bastaba. Se estiró y alcanzó la bola. Empezó a pellizcar la bola con el índice y el pulgar, luego, le dio la vuelta y repitió la operación. Hasta ocho veces.

 

Repitió el mismo proceso una vez más, pero esta vez pellizcando la bola con más fuerza. Se le cayó un trocito, pero los demás seguían intactos. Ahora tenía en la mano algo parecido a una bolita con siete pinchos, como un sol modelado por un ni?o.

 

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