Los Hijos de Anansi

Ara?a abrió los ojos y descubrió que estaba amarrado a un poste, boca abajo. Tenía los brazos atados a un largo poste clavado en el suelo que había justo delante de él. No podía mover las piernas ni girar la cabeza lo suficiente como para ver lo que tenía detrás, pero estaba casi seguro de que se las habían inmovilizado del mismo modo. Al moverse, al intentar levantar la cabeza del suelo y mirar hacia atrás, empezaron a escocerle las heridas.

 

Abrió la boca y una baba sanguinolenta empapó la tierra.

 

Oyó un ruido y giró la cabeza todo lo que pudo. Una mujer blanca le miraba con curiosidad.

 

—?Estás bien? Qué pregunta más tonta. Estás hecho un poema. Supongo que tú también serás un duppy, ?me equivoco?

 

Ara?a reflexionó un momento. él creía que no. Negó con la cabeza.

 

—Si lo eres, no tienes de qué avergonzarte. Por lo visto, yo también soy una duppy. Jamás había oído esa palabra, pero me encontré por el camino con un anciano caballero, un tipo encantador, que me explicó lo que significaba. Déjame ver si puedo echarte una mano.

 

Se puso en cuclillas y trató de aflojarle las cuerdas.

 

La mano de la mujer le atravesó. Podía sentir el roce de sus dedos, como hilos de niebla, sobre la piel.

 

—Me temo que no puedo tocarte —le dijo—. Pero eso quiere decir que aún no estás muerto, así que, anímate.

 

Ara?a esperaba que aquel extra?o fantasma de mujer se marchara pronto. No podía pensar con claridad.

 

—Cuando me di cuenta de que estaba muerta, decidí quedarme en la Tierra hasta que consiguiera vengarme del hombre que me mató. Se lo expliqué a Morris (estaba en una pantalla de televisión en Selfridges) y me dijo que le parecía que yo no terminaba de entender que ya no pertenecía a este mundo, pero te diré una cosa: si esperan que me limite a poner la otra mejilla, lo llevan claro. Existen muchos precedentes. Y estoy segura de que, si tengo ocasión, podría montar un numerito en plan Banquo apareciéndose a Macbeth durante el banquete. ?Puedes hablar?

 

Ara?a negó con la cabeza, y la sangre que brotaba de su frente se le metió en los ojos. Escocía. Ara?a se preguntó cuánto tiempo podría tardar en crecerle otra lengua. Prometeo había logrado desarrollar un hígado nuevo cada día, y Ara?a imaginaba que un hígado debía de ser mucho más difícil de regenerar que una lengua. El hígado es capaz de generar sustancias químicas —bilirrubina, urea, enzimas y todo eso—. Sintetiza el alcohol, y eso debía de ser un proceso muy complejo. La lengua sólo sirve para hablar, y para lamer, claro...

 

—No puedo quedarme a charlar contigo —le dijo la rubia aparición—, tengo un largo camino por delante, creo.

 

El fantasma se alejó y se fue desvaneciendo a medida que avanzaba. Ara?a levantó la cabeza y observó cómo se deslizaba hacia otra realidad, igual que se borra una foto expuesta a la luz del sol. Trató de llamarla, pero de su boca no salían más que sonidos prácticamente inaudibles e inconexos. Era inútil, no tenía lengua.

 

Oyó un pájaro a lo lejos.

 

Ara?a comprobó sus ataduras. No cedían.

 

Se encontró pensando en aquella historia que Rosie le había contado sobre un cuervo que había salvado a un hombre de morir devorado por un puma. La cabeza le picaba todavía más que los ara?azos que tenía en la cara y en el pecho. ?Concéntrate.? Aquel tipo estaba tumbado en la hierba, leyendo o tomando el sol. El cuervo graznó desde la rama de un árbol. El puma acechaba, oculto en la maleza...

 

Y entonces la historia se transformó sola y dio con la clave. Nada había cambiado. Simplemente, el resultado dependía de cómo se combinaran los ingredientes.

 

?Y si —pensó Ara?a—, la intención del cuervo no había sido alertar al hombre de la presencia de un puma? ?Y si, por el contrario, estaba tratando de avisar al puma de que había un hombre tumbado en la hierba; muerto, moribundo o dormido? Puede que el cuervo le estuviera avisando de que, a escasos metros, tenía una presa fácil para poder darse un banquete con los restos...

 

Ara?a abrió la boca para gemir, y la sangre se derramó una vez más sobre el arcilloso polvo.

 

La realidad se diluía. El tiempo pasaba.

 

Ara?a, deslenguado y furioso, levantó la cabeza y la giró para mirar a los fantasmagóricos pájaros que volaban a su alrededor, chillando.

 

Se preguntó dónde estaría. Aquél no era el universo cobrizo de la Mujer Pájaro, ni su cueva, pero tampoco era el mundo que él consideraba real; no obstante, estaba más cerca del mundo real que de cualquier otra cosa, tan cerca que casi podía saborearlo —si su boca pudiera percibir otro gusto que no fuera el ferruginoso sabor de la sangre—; tan cerca que, de no haber estado atado a un poste, habría podido tocarlo con sus propias manos.

 

Si no fuera porque estaba absolutamente seguro de su propia cordura —y la fuerza de esta convicción era sólo comparable a la de quienes llegan a la conclusión de que son el mismísimo Julio César y su misión es salvar el mundo—, podría haber llegado a creer que se estaba volviendo completamente loco. Primero veía a una mujer rubia que decía ser una duppy y, ahora, oía voces. Bueno, concretamente, oía una voz. La de Rosie.

 

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