La niebla se disipó.
Gordo Charlie caminaba ahora por un puente, una larga pasarela blanca sobre una extensión de agua de color grisáceo. Un poco más adelante, hacia la mitad del puente, había un hombre sentado en una sillita de madera. Estaba pescando. Llevaba un sombrero fedora, verde con el ala curvada, calado sobre los ojos. Parecía estar echando una cabezada, y no se movió cuando Gordo Charlie se acercó a él.
Gordo Charlie lo reconoció inmediatamente. Colocó una mano sobre su hombro.
—Ya sabía yo —le dijo— que lo de tu muerte había sido una farsa. Nunca llegué a creer que estuvieras realmente muerto.
El hombre no se movió, pero le sonrió.
—Eso demuestra que no tienes ni idea —dijo Anansi—. Estoy más muerto que Carracuca. —Se estiró con parsimonia, cogió un cigarrito que llevaba sujeto tras la oreja y lo encendió con una cerilla—. Sip. Estoy muerto. Supongo que estaré muerto una temporadita. Si uno no se muere de vez en cuando, la gente acaba dando por sentado que siempre estarás ahí.
—Pero... —dijo Gordo Charlie.
Anansi se llevó un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. Cogió su ca?a de pescar y empezó a recoger el sedal. Se?aló una peque?a red. Gordo Charlie la cogió y la sostuvo en el aire mientras su padre echaba dentro un largo pez plateado que aún se retorcía. Anansi desprendió la boca del pez del anzuelo y lo dejó caer dentro de un cubo blanco.
—Ya está. Ya tengo cena para esta noche.
Por primera vez, Gordo Charlie se dio cuenta de que, cuando se sentó a la mesa con Daisy y los Higgler, era ya noche cerrada y, en cambio, donde fuera que hubiera ido a parar, había atardecido, pero aún no se había puesto el sol.
Su padre recogió la sillita plegable y se la pasó a Gordo Charlie, junto con el cubo, para que se los llevara. Echaron a andar por el puente.
—?Sabes? —dijo el se?or Nancy—, siempre pensé que si alguna vez venías a hablar conmigo, te daría toda clase de consejos. Pero parece que te las estás arreglando muy bien tú solito. Así que, ?qué es lo que te trae por aquí?
—No estoy muy seguro. Intentaba localizar a la Mujer Pájaro. Quiero devolverle su pluma.
—No deberías mezclarte con esa clase de gente —le dijo su padre, con aire despreocupado—. No traen más que problemas y desgracias. Esa mujer es puro rencor. Pero es una cobarde.
—Fue Ara?a... —se justificó Gordo Charlie.
—La culpa fue tuya. Por dejar que esa metomentodo desterrara a tu otra mitad.
—No era más que un crío. ?Por qué no hiciste algo?
Anansi se echó el sombrero hacia atrás.
—La vieja Dunwiddy no podía hacer nada sin que tú se lo permitieras —dijo—. Después de todo, eres hijo mío.
Gordo Charlie se quedó pensándolo un momento. Después, dijo:
—Pero ?por qué no me lo dijiste?
—Lo estás haciendo bien. Lo estás comprendiendo todo sin ayuda de nadie. Has entendido lo de las canciones, ?verdad?
Gordo Charlie se sentía más torpe y más gordo y sentía que estaba decepcionando más que nunca a su padre, pero no se limitó a responder directamente: ?no?. En lugar de eso, le preguntó:
—?Tú qué crees?
—Creo que estás cada vez más cerca de comprenderlo. Lo importante de las canciones es que son como los cuentos. No significan nada a menos que haya gente que las escuche.
Estaban llegando al final del puente. Gordo Charlie sabía, sin necesidad de que nadie se lo dijera, que aquella iba a ser su última oportunidad de hablar con su padre. Había tantas cosas que necesitaba averiguar, tantas cosas que quería saber...
—Papá —le dijo—. Cuando yo era ni?o, ?por qué me humillabas continuamente?
El anciano arrugó el ce?o.
—?Humillarte? Yo te quería.
—Me hiciste ir al colegio disfrazado de Taft. ?Es a eso a lo que tú llamas amor?
El anciano soltó una especie de ga?ido muy agudo que bien podía ser una risotada y, a continuación, dio una calada a su cigarrito. El humo que salía de su boca parecía un espectral bocadillo como los que se ven en los cómics.
—Seguro que tu madre habría tenido algo que decir respecto a eso. No tenemos mucho tiempo, Charlie. ?Quieres que malgastemos el poco tiempo que nos queda en una discusión?
Gordo Charlie negó con la cabeza.
—Supongo que no.
Habían llegado ya al final del puente.
—A ver —le dijo su padre—, cuando veas a tu hermano, quiero que le des una cosa de mi parte.
—?Qué cosa?
Su padre le agarró por el cuello y le hizo agachar la cabeza, después, le besó cari?osamente en la frente.
—Esto —le dijo.
Gordo Charlie se enderezó. Su padre le miraba con una expresión que, de haberla visto en el rostro de cualquier otra persona, Gordo Charlie habría interpretado como de orgullo.
—Ensé?ame la pluma —le dijo su padre.
Gordo Charlie se metió la mano en el bolsillo. Allí estaba la pluma, aún más espachurrada y mustia que antes.