Los Hijos de Anansi

Su padre dijo: ?aja?, y levantó la pluma para mirarla a la luz.

 

—Es una pluma muy bonita —dijo su padre—. No querrás que se te quede hecha una pena. No la aceptará si se la devuelves toda rota y sucia. —El se?or Nancy pasó la mano por la pluma y se quedó como nueva. La miró con el ce?o fruncido—. Pero ahora se te volverá a estropear. Se echó el aliento en las u?as y las frotó contra su chaqueta. Entonces, puso cara de haber tomado una decisión. Se quitó el sombrero y metió la pluma en la cinta que lo adornaba—. Toma. Es un sombrero bien elegante, no te vendrá mal. —Y se lo puso a Gordo Charlie en la cabeza—. Perfecto.

 

Gordo Charlie suspiró.

 

—Papá, yo no llevo sombrero. Tendré una pinta absurda. Voy a parecer un cretino. ?Por qué te empe?as siempre en dejarme en ridículo?

 

Empezaba a anochecer, y el anciano miró a su hijo.

 

—?Crees que sería capaz de mentirte? Mira, hijo, lo único que hace falta para llevar sombrero es tener clase. Y tú la tienes. ?Crees que te diría que te sienta bien si no fuera cierto? Te sienta realmente bien. ?No me crees?

 

Gordo Charlie respondió:

 

—La verdad es que no.

 

—Mira —le dijo su padre.

 

El anciano se?alaba hacia abajo. Gordo Charlie vio las aguas, claras y tranquilas, que parecían un espejo, y el hombre que vio reflejado en ellas tenía un aire realmente seductor con su flamante sombrero nuevo.

 

Gordo Charlie levantó la vista para decirle a su padre que a lo mejor se había equivocado, pero el anciano ya no estaba.

 

Salió del puente y siguió caminando a la luz del crepúsculo.

 

—Bien. Quiero saber exactamente dónde está. ?Adónde ha ido? ?Qué le habéis hecho?

 

—Yo no he hecho nada. Se?or, qué chica esta —dijo la se?ora Higgler—. La última vez no ocurrió nada de esto.

 

—Parecía como si lo estuvieran abduciendo desde la nave nodriza–dijo Benjamin—. ?Qué pasada! Efectos especiales en la vida real.

 

—Quiero que le haga volver —dijo Daisy, furiosa—. Quiero que vuelva ya.

 

—Ni siquiera sé dónde está —dijo la se?ora Higgler—. Y tampoco fui yo la que le envió allí. Lo hizo él mismo.

 

—En cualquier caso —intervino Clarissa—, ?y si ha llegado al lugar al que tenía que ir para hacer lo que tuviera que hacer y lo traemos de vuelta? Podríamos estropearlo todo.

 

—Exactamente —apostilló Benjamin—. Sería como hacer regresar al equipo de reconocimiento en mitad de la misión.

 

Daisy lo pensó y se irritó al descubrir que tenía sentido —un sentido algo sui generis, como todo lo demás, últimamente.

 

—Si esto es todo lo que hay —dijo Clarissa—, yo debería volver al restaurante. Para asegurarme de que todo está en orden.

 

La se?ora Higgler bebió un sorbo de café.

 

—Esto es lo que hay —afirmó.

 

Daisy dio un golpe en la mesa.

 

—Discúlpenme. Un asesino anda suelto por ahí. Y resulta que Gordo Charlie ha sido abducido por la nave matrona.

 

—La nave nodriza —corrigió Benjamín.

 

La se?ora Higgler parpadeó.

 

—Muy bien —dijo—. Deberíamos hacer algo al respecto. ?Alguna idea?

 

—No lo sé —admitió Daisy, aunque le daba cien patadas tener que reconocerlo—. Matar el tiempo, supongo.

 

Cogió el Williamstown Courier que había estado leyendo la se?ora Higgler y se puso a hojearlo.

 

Había una columna en la tercera página que hablaba de dos turistas desaparecidas, dos mujeres que habían llegado a la isla a bordo de un crucero y no habían regresado al barco. ?Las dos que tengo en casa —dijo la voz de Grahame Coats dentro de su cabeza—. ?De verdad pensabas que me iba a creer lo del crucero??

 

Al final del día, Daisy volvía a ser una poli.

 

—Necesito un teléfono —dijo.

 

—?A quién vas a llamar?

 

—Para empezar, al ministro de Turismo y al jefe de policía. Y luego, ya veremos.

 

El rojo sol se iba haciendo cada vez más peque?o sobre la línea del horizonte. Si Ara?a no hubiera sido Ara?a, se habría desesperado. En la isla, en aquel lugar, el día y la noche estaban separados por una línea bien clara, y Ara?a vio cómo el mar se tragaba por completo el rojo sol. Tenía sus piedras y dos estacas.

 

Ojalá tuviera fuego.

 

Se preguntó cuándo saldría la luna. Quizá cuando la luna estuviera en lo alto del cielo tuviera una oportunidad.

 

El sol se puso, los últimos vestigios de luz roja se hundieron en el oscuro mar, y se hizo de noche.

 

—Hijo de Anansi —dijo una voz en la oscuridad—. Dentro de muy poco, serás mi cena. No sabrás que estoy ahí hasta que no sientas mi aliento en tu nuca. Te tuve a mi merced cuando estabas ahí dentro, atado e inmovilizado, podría haberte roto el cuello de un solo bocado allí mismo, pero me lo pensé mejor. No me habría reportado ningún placer matarte mientras dormías. Quiero sentir cómo te mueres. Quiero que sepas por qué te he quitado la vida.

 

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