Los Hijos de Anansi

Se oyó un aullido. El Tigre se había topado con el ejército de Ara?a.

 

El veneno de una ara?a puede actuar de formas muy diferentes. A menudo, se tarda un buen rato en empezar a notar realmente el efecto de una picadura. Los naturalistas llevan muchos a?os discutiendo esa cuestión: hay ara?as cuya picadura puede hacer que los tejidos afectados se gangrenen y se necrosen, a veces, incluso un a?o después de haber recibido la picadura. ?Que por qué actúan de este modo las ara?as? La respuesta es muy sencilla: porque a las ara?as les parece muy divertido, y no quieren que las olvides jamás.

 

La viuda negra picó al Tigre en su ya amoratado hocico, la tarántula le picó en las orejas; por momentos, notaba como una quemazón y unas punzadas de dolor en sus zonas más sensibles, que, además, se le hinchaban y le escocían. El Tigre no tenía ni idea de lo que estaba pasando: lo único que sabía era que le escocía y le dolía y que, de repente, sentía miedo.

 

Ara?a se rio, aún más fuerte y por más rato, y oyó cómo la enorme fiera se batía en retirada por entre la maleza, rugiendo de dolor y de miedo.

 

Entonces, se sentó y esperó. El Tigre volvería, de eso no le cabía la menor duda. Aquello aún no se había acabado.

 

Ara?a cogió a la ara?a de siete patas de su hombro y la acarició, pasando suavemente sus dedos por su ancho lomo.

 

Un poco más abajo, vio brillar una luz verde y fría, que parpadeaba como las luces de una diminuta ciudad, iluminándose de forma intermitente en medio de la oscuridad. Venía hacia él.

 

Aquel parpadeo resultaron ser cien mil luciérnagas. En el centro, se veía una silueta humana. Avanzaba con determinación monta?a arriba.

 

Ara?a se preparó para lanzar una piedra y, mentalmente, dio orden a sus tropas arácnidas de que se prepararan para un nuevo ataque. Y entonces se detuvo. Había algo que le resultaba familiar en aquella silueta recortada contra la luz de las luciérnagas: llevaba un sombrero verde con el ala curvada.

 

Grahame Coats se había bebido ya prácticamente la media botella de ron que había encontrado en la cocina. Había abierto el ron porque no quería bajar a la bodega, y porque imaginaba que el ron le emborracharía antes que el vino. Por desgracia, no fue así. No parecía estar haciéndole ningún efecto, y desde luego no le estaba ayudando a desconectar de lo que sentía, que era exactamente lo que pretendía. Se paseó por la casa con la botella en una mano y un vaso medio lleno en la otra, y unas veces bebía de una y otras, de la otra. Se vio reflejado en un espejo, avergonzado y sudoroso.

 

—Anímate —dijo en voz alta—. Podría no suceder nunca. Mal bien venga. Todo cerdo San Martín. Soplan vientos.

 

El ron se había terminado.

 

Volvió a la cocina. Abrió varios cajones antes de percatarse de que había una botella de jerez en el fondo. Grahame la cogió y la acunó agradecido, como si fuera un viejo amigo muy peque?o que hubiera vuelto tras haber pasado muchos a?os en alta mar.

 

Desenroscó el tapón. Era jerez dulce del que se utiliza para guisar, pero se lo tragó igual que si fuera limonada.

 

Grahame Coats reparó en otras muchas cosas mientras buscaba algo de alcohol en la cocina. Había, por ejemplo, cuchillos. Algunos estaban muy afilados. En un cajón había, incluso, un hacha de carnicero de acero inoxidable. Grahame Coats le dio su beneplácito. Podría ser la manera más sencilla de resolver el problema que tenía en el sótano.

 

—Habeas corpus —dijo— o habeas delicti. Algo así. Sin cadáver, no hay crimen. Ergo. Quod erat demonstrandum.

 

Sacó la pistola del bolsillo de su chaqueta y la dejó sobre la mesa de la cocina. Colocó alrededor de ella los cuchillos como si fueran los radios de una rueda.

 

—En fin —dijo, en el mismo tono que usaba antes para convencer a inocentes grupos de música infantiles de que había llegado la hora de que firmaran un contrato con él y abrazaran la fama, que no el dinero—, cualquier tiempo pasado fue peor.

 

Se metió tres cuchillos en el cinturón, se guardó el hacha de carnicero en el bolsillo de su chaqueta y, a continuación, pistola en mano, bajó por la escalera hasta la bodega. Encendió las luces, gui?ó un ojo a las botellas de vino, cada una en su sitio, todas cubiertas por una fina capa de polvo, y, por fin, llegó a la puerta de la cámara donde estaban encerradas sus dos prisioneras.

 

—Muy bien —gritó—, les alegrará escuchar que no voy a hacerles ningún da?o. Voy a dejarlas marchar a las dos ahora mismo. Todo ha sido una confusión. Aun así, no les guardo ningún resentimiento. De nada vale llorar por la leche derramada. Vayan hacia la pared del fondo. Ahora. Nada de trucos.

 

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