Los Hijos de Anansi

Se volvió a poner el sombrero y pensó: ?me pongo mi gorro de pensar?, y según lo pensaba, se dio cuenta de que no le hacía tanta gracia. El sombrero verde no era un gorro de pensar, pero era justo la clase de sombrero que llevaría un hombre que no sólo pensaba, sino que sacaba conclusiones de vital importancia.

 

Se imaginó todos los mundos como si fueran una tela de ara?a: su imagen le vino a la cabeza como un destello, y vio que le ponía en contacto con toda la gente que conocía. El hilo que le unía a Ara?a era resistente y luminoso, y ardía con una luz fría, igual que una luciérnaga o una estrella.

 

Hubo un tiempo en el que Ara?a formaba parte de él. Se aferró a esa idea y se concentró en la tela de ara?a. Tenía en su mano la lengua de Ara?a: hasta hacía muy poco, aquella lengua había formado parte de su hermano, y deseaba con todas sus fuerzas volver a formar parte de él. Todo lo que está vivo tiene memoria.

 

La fulgurante luz de la telara?a le indicaba el camino. Charlie no tenía más que seguirla...

 

La siguió, y las luciérnagas le acompa?aron.

 

—Hey —dijo—, soy yo.

 

Ara?a hizo un breve y terrible ruido.

 

Bajo la tenue luz de las luciérnagas, Ara?a tenía un aspecto horrible: parecía estar herido. Tenía la cara y el pecho llenos de cicatrices.

 

—Esto debe de ser tuyo —le dijo Charlie.

 

Ara?a cogió su lengua, gesticulando exageradamente para expresarle su agradecimiento, se la metió en la boca, la empujó hacia dentro y se la colocó. Charlie observaba y esperaba. Ara?a no tardó en darse por satisfecho, probó a mover la lengua en todas direcciones, como si fuera a afeitarse el bigote, abrió la boca y meneó la lengua. Finalmente, cerró la boca y se puso en pie. A continuación, con una voz todavía un tanto extra?a, dijo:

 

—Bonito sombrero.

 

Rosie fue la primera en llegar a lo alto de la escalera, y abrió la puerta de la bodega. Salió a trompicones. Esperó a su madre y, luego, cerró la puerta y echó el cerrojo. Tampoco había luz allí arriba, pero la luna estaba alta en el cielo y prácticamente llena; acostumbrada a la oscuridad, la pálida luz de la luna que entraba por las ventanas de la cocina casi le parecía un foco.

 

?Ni?os y ni?as salid a jugar —pensó Rosie—. Parece de día a la luz de la luna...?

 

—Llama a la policía —le dijo su madre.

 

—?Dónde está el teléfono?

 

—?Y cómo demonios quieres que sepa dónde está el teléfono? él sigue ahí abajo.

 

—Vale —dijo Rosie, preguntándose si sería mejor buscar un teléfono para llamar a la policía o, simplemente, salir de aquella casa, pero no tuvo tiempo de decidirse.

 

Se oyó un golpe tan fuerte que casi la dejó sorda, y la puerta de la bodega cayó al suelo.

 

La sombra salió de la bodega.

 

Era real. Ella sabía que era real. La estaba viendo. Pero era imposible: era la sombra de un gran felino, peludo y enorme. Y lo más extra?o de todo era que, a la luz de la luna, la sombra parecía todavía más oscura. Rosie no podía verle los ojos, pero sabía que la estaba mirando, y que estaba hambriento.

 

Iba a matarla. Había llegado el final.

 

Su madre le dijo:

 

—Va a por ti, Rosie.

 

—Lo sé.

 

Rosie cogió el primer objeto grande que encontró, un bloque de madera que debía de ser un soporte para cuchillos, y se lo lanzó a la sombra con todas sus fuerzas y, a continuación, sin quedarse a comprobar si le había acertado, salió corriendo tan deprisa como pudo de la cocina. Sabía dónde estaba la puerta de la casa...

 

Algo oscuro, que caminaba sobre cuatro patas, se movió más rápido que Rosie: saltó por encima de su cabeza y aterrizó sigilosamente justo delante de ella.

 

Rosie pegó la espalda contra la pared. Tenía la boca seca.

 

La fiera se interponía entre ellas y la puerta principal, y avanzaba lentamente hacia Rosie, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

 

Su madre salió corriendo de la cocina y pasó por delante de Rosie. Fue tambaleándose por el pasillo, a la luz de la luna, directa hacia la inmensa sombra, agitando frenéticamente los brazos. Con sus frágiles pu?os le asestó a la fiera un pu?etazo en las costillas. Hubo un momento de pausa, como si el mundo estuviera conteniendo la respiración, y, después, la fiera se abalanzó sobre ella. Al momento, la madre de Rosie cayó derribada y la sombra la sacudió como si fuera una mu?eca de trapo atrapada en la boca de un perro.

 

Sonó el timbre de la puerta.

 

Rosie quería pedir ayuda pero, en lugar de eso, se encontró gritando, muy alto y de manera insistente. Cuando Rosie se encontraba de repente con una ara?a en el ba?o, era capaz de gritar como la protagonista de una película de terror de serie B al encontrarse por primera vez frente al hombre del traje de neopreno. En ese momento, estaba en una casa con la sombra de un tigre y un asesino en serie en potencia, y uno de ellos —quizá ambos— acababa de atacar a su madre. Mentalmente, barajó varias reacciones posibles (La pistola: la pistola estaba en la cámara; debería bajar allí y cogerla. O la puerta: podía intentar saltar por encima de la fiera y de su madre y abrir la puerta principal), pero sus pulmones y su boca no podían parar de gritar.

 

Neil Gaiman's books