Los Hijos de Anansi

—Pues claro que sí —respondió Charlie.

 

Era como llevar la contabilidad, pensó: anotas las entradas en una columna, los deduces de las de otra columna, y si no te has equivocado, las cuentas cuadran al final de la página. Cogió la mano de su hermano.

 

Se levantaron y dieron un paso al frente, más allá del borde del precipicio...

 

... y todo era luminoso...

 

Un viento frío sopló entre ambos mundos.

 

—No eres mi parte mágica, ?lo sabías? —dijo Charlie.

 

—?Ah, no?

 

Ara?a avanzó un paso más. Docenas de estrellas fugaces cruzaban el cielo. Alguien, en algún lugar, estaba tocando una dulce melodía con una flauta.

 

Un paso más, y empezaron a oír un enjambre de sirenas.

 

—No —dijo Charlie—, no lo eres. La se?ora Dunwiddy creía que sí. Ella nos separó, pero lo cierto es que nunca llegó a entender lo que estaba haciendo. En realidad, somos como las dos mitades de una estrella de mar. Tú te convertiste en una persona completa. Y lo mismo hice yo —y según lo decía, se dio cuenta de que era verdad.

 

Se quedaron de pie al borde del acantilado, estaba amaneciendo. Una ambulancia subía monta?a arriba, con la sirena puesta, y detrás venía otra. Aparcaron en la cuneta, junto a un montón de coches de policía.

 

Daisy parecía estar diciéndole a cada uno lo que tenía que hacer.

 

—No hay gran cosa que podamos hacer aquí. Ahora no —dijo Charlie—. Vamos.

 

La última de las luciérnagas les abandonó y se fue a dormir.

 

Cogieron el primer minibús de la ma?ana para volver a Williamstown.

 

Maeve Livingstone estaba en el piso de arriba, sentada en la biblioteca de la casa de Grahame Coats, rodeada de las obras de arte, los libros y los DVD de Grahame Coats. Estaba mirando por la ventana. Abajo, los servicios de urgencias de la isla llevaban a Rosie y a su madre hacia una de las ambulancias, y a Grahame Coats hacia la otra.

 

Realmente había disfrutado pateando la cara de aquella especie de bestia en la que se había convertido Grahame Coats. Era la mayor satisfacción que se había dado desde que murió —aunque, para ser sincera consigo misma, tenía que admitir que lo de bailar con el se?or Nancy no le andaba a la zaga. Era un bailarín muy ágil y diestro.

 

Estaba cansada.

 

—?Maeve?

 

—?Morris? —Miró a su alrededor, pero la habitación estaba vacía.

 

—No querría molestarte si aún estás ocupada, cielo.

 

—Eso es muy amable por tu parte —replicó ella—, pero creo que ya he terminado.

 

Las paredes de la biblioteca empezaban a desvanecerse. Poco a poco, perdían su color y su forma. Empezaba a aparecer el mundo que había detrás de ellas, y en su luz distinguió una figura peque?a elegantemente trajeada que la estaba esperando. Deslizó su mano en la de él.

 

—?Adónde vamos ahora, Morris? —le preguntó.

 

—Oh, pues será un cambio muy agradable —le dijo—. Siempre he querido ir allí.

 

Y, cogidos de la mano, se fueron los dos.

 

 

 

 

 

Capítulo Decimocuarto

 

 

En el que la historia llega a sus diversos finales

 

Unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Charlie. Desorientado, miró a su alrededor: estaba en una habitación de hotel; varios acontecimientos de todo punto imposibles se agolpaban en su cabeza como mariposas alrededor de una bombilla y, mientras intentaba encontrarles algún sentido, sacó los pies de la cama y caminó hacia la puerta. Parpadeó frente al impreso que había pegado en la puerta, que le indicaba hacia dónde debía ir en caso de incendio, mientras intentaba recordar lo que había ocurrido la noche anterior. Después, abrió la puerta.

 

Daisy lo miró.

 

—?Has dormido con el sombrero puesto? —le preguntó.

 

Charlie se llevó la mano a la cabeza. Efectivamente, llevaba puesto el sombrero.

 

—Sí —respondió—, se ve que sí.

 

—?Dios! —exclamó—. Bueno, por lo menos te quitaste los zapatos. Anoche te perdiste lo más emocionante, ?sabes?

 

—?Ah, sí?

 

—Lávate los dientes —le dijo— y cambiate de camisa. Pues sí, te lo perdiste. Ocurrió mientras estabas... —y vaciló. Pensándolo bien, parecía muy poco probable que de verdad se hubiera esfumado durante una sesión de espiritismo. Era imposible. Al menos, en el mundo real—... mientras no estabas. Levanté de la cama al jefe de policía para que fuera a casa de Grahame Coats. Tenía secuestradas a esas dos turistas.

 

—?Turistas...?

 

—Eso dijo cuando interrumpió nuestra cena, habló de que habíamos enviado a dos personas a espiarlo, las dos que tenía en su casa. Eran tu novia y su madre. Las tenía encerradas en el sótano.

 

—?Están bien?

 

—Se las han llevado al hospital.

 

—Oh.

 

—Su madre está algo maltrecha. Pero creo que tu novia se recuperará enseguida.

 

—?Quieres dejar de llamarla así? No es mi novia. Rompió el compromiso.

 

—Sí. Pero tú no lo has hecho, ?o sí?

 

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