Se dieron la vuelta, caminaron en una dirección que normalmente no estaba allí y se alejaron de la calle mayor de Williamstown.
Empezaba a amanecer, y Ara?a y Charlie caminaban por una playa llena de calaveras. No eran exactamente humanas, y tapizaban toda la playa como si fueran piedras amarillas. Charlie las sorteaba siempre que podía, mientras que Ara?a caminaba sobre ellas. Al llegar al final, tomaron un camino a la izquierda que estaba a la izquierda absolutamente de todo, y se encontraron frente a las monta?as del principio del mundo, tan altas que la cima y el piedemonte quedaban fuera del alcance de la vista.
Charlie recordó la última vez que había estado allí, le parecía que habían pasado mil a?os.
—?Dónde está todo el mundo? —dijo en voz alta, y su voz rebotó contra las rocas y volvió a él en forma de eco. En voz más alta, dijo—: ?Hola?
Y entonces, aparecieron, le estaban mirando. Todos. Su aspecto era más grandioso ahora, menos humano, más animal, más salvaje. Se dio cuenta de que, si la última vez los había visto como humanos, había sido porque él esperaba encontrarse con seres humanos. Pero no eran humanos. Allí, en las rocas que quedaban por encima de ellos, estaban el León y el Elefante, el Cocodrilo y la Pitón, el Conejo y el Escorpión y todos los demás, cientos de ellos, y sus ojos le miraban sin sonreír: animales que podía reconocer; animales que ningún ser humano sabría identificar. Todos y cada uno de los animales que han aparecido en los cuentos de cualquier época. Todos los animales con los que los hombres han so?ado, aquellos a los que han venerado, o domado.
Charlie los veía ahora a todos allí reunidos.
?Una cosa es —pensó Charlie—, cantar para salvar tu vida, en una sala llena de gente, espontáneamente, con el ca?ón de una pistola apuntando directamente a las costillas de la chica con la que...
?Que...
?Oh.
?En fin, pensó Charlie, ya me preocuparé de eso más tarde.?
En ese preciso instante, necesitaba desesperadamente respirar dentro de una bolsa de papel, o, simplemente, desaparecer.
—Debe de haber varios centenares —dijo Ara?a, y su voz indicaba que se sentía intimidado.
Se produjo un cierto revuelo sobre una roca cercana que finalizó con la aparición de la Mujer Pájaro. Se cruzó de brazos y se quedó mirándolos.
—Sea lo que sea lo que piensas hacer —dijo Ara?a—, será mejor que lo hagas cuanto antes. No van a quedarse ahí esperando toda la vida.
Charlie tenía la boca seca.
—Vale.
—Y... hum —dijo Ara?a—. ?Qué hacemos ahora?
—Les cantamos algo —respondió sencillamente Charlie.
—?Qué?
—Así es como arreglamos las cosas. Ya lo he descubierto. Simplemente, cantamos; tú y yo.
—No te entiendo. Cantar, ?qué?
—La canción. Cantas la canción y lo arreglas todo —y continuó, casi con desesperación—: La canción.
Los ojos de Ara?a parecían charcos después de un chaparrón, y Charlie vio en ellos cosas que no había visto hasta ahora: cari?o, quizá, y confusión y, sobre todo, una expresión como de disculpa.
—No sé de qué estás hablando.
El León les observaba desde una pe?a. El Mono les miraba desde la rama de un árbol. Y el Tigre...
Charlie vio al Tigre. Caminaba con cautela sobre sus cuatro patas. Tenía la cara hinchada y amoratada, pero sus ojos centelleaban, y parecía como si estuviera deseando tomarse la revancha.
Charlie abrió la boca. Dejó escapar un leve ronquido, como si se hubiera tragado una rana especialmente nerviosa.
—Es inútil —le susurró a Ara?a—. Ha sido una idea estúpida, ?verdad?
—Sip.
—?Crees que podemos largarnos, así, sin más? —Charlie, nervioso, barría con la mirada la ladera de la monta?a y las cuevas, fijándose en cada uno de los rostros de los cientos de criaturas totémicas cuya existencia se remontaba hasta más allá de la creación del mundo. Había una que no había visto la última vez que miró: un hombre peque?o, con guantes amarillo limón y un delgado bigotillo, que no llevaba su sombrero verde sobre el ralo cabello.
El anciano le gui?ó un ojo.
No era gran cosa, pero era suficiente.
Charlie se llenó de aire los pulmones y comenzó a cantar:
—Soy Charlie —recitó—. Soy el hijo de Anansi. Escuchad lo que os voy a cantar. Escuchad la canción de mi vida.
Les cantó una canción que hablaba de un ni?o que era un semidiós, y que fue dividido en dos por una anciana que le guardaba rencor por algo que el ni?o le había hecho. En su canción, habló también de su padre y de su madre.
Cantando, habló de los nombres y de las palabras, de las bases sobre las que se asienta la realidad, de los mundos sobre los que se construyen otros mundos, de la verdad que se esconde tras las apariencias; cantó acerca de los finales adecuados y de los desenlaces justos para aquellos que pudieran haberles hecho da?o a él y a los suyos.
Cantó el mundo.