Los Hijos de Anansi

Lo que no se menciona en los catálogos de ataúdes —porque, francamente, tampoco haría que se vendieran mejor— es lo confortables que son.

 

El se?or Nancy estaba sumamente satisfecho con su ataúd. Ahora que la diversión se había terminado, estaba de nuevo cómodamente tumbado en su ataúd, descabezando un sue?ecito. De vez en cuando se despertaba y recordaba dónde estaba y, entonces, se daba la vuelta y seguía durmiendo.

 

La tumba, como ya se ha dicho anteriormente, es un sitio estupendo, y ni que decir tiene que, además, se disfruta de una intimidad total, por lo que resulta ideal para descansar. Nada mejor que estar a dos metros bajo tierra. Dentro de unos veinte a?os o así, pensó, tendría que empezar a pensar en levantarse.

 

Abrió un ojo cuando comenzó el funeral.

 

Oía perfectamente lo que hacían ahí arriba. Callyanne Higgler, la Bustamonte y la otra, la más delgada —sin olvidar a la peque?a horda de nietos—, suspiraban y gemían y lloraban a moco tendido por la difunta se?ora Dunwiddy.

 

Al se?or Nancy se le pasó por la cabeza la idea de sacar una mano de su tumba y agarrar a Callyanne Higgler por el tobillo. Era algo que había querido hacer desde que vio Carrie en un cine de verano, hacía treinta a?os, pero ahora que tenía la oportunidad de hacerlo, no le resultó difícil resistirse a la tentación. Sinceramente, no le apetecía. Lo único que conseguiría sería hacerla gritar y provocarle un ataque al corazón que, a su vez, la mataría y, entonces, el maldito Parque Cementerio, que ya estaba de bote en bote, tendría un habitante más.

 

De todas formas, aquello suponía demasiado esfuerzo. Había muchos sue?os agradables esperando ser so?ados en aquel mundo a dos metros de la superficie. ?Veinte a?os —pensó—. Mejor veinticinco.? Para entonces, puede que incluso tuviera nietos. Siempre es interesante ver qué tal le salen a uno los nietos.

 

Podía oír los gemidos y los lloros de Callyanne Higgler ahí arriba. De pronto, dejó de sollozar un momento para anunciar:

 

—Nos queda el consuelo de saber que ha tenido una buena vida, y muy larga. La mujer había cumplido ya los ciento tres.

 

—?Ciento cuatro! —protestó agriamente una voz al lado del se?or Nancy.

 

El se?or Nancy alargó su fantasmal brazo y dio unos golpes en el costado del recién llegado ataúd.

 

—Más bajo, se?ora —ladró—. Algunos intentamos dormir.

 

Rosie le había dejado muy claro a Ara?a que esperaba que se buscara un empleo estable, de esos que implican levantarse a una hora decente e ir a algún sitio.

 

De modo que, una ma?ana, el día antes de que le dieran el alta en el hospital, Ara?a se levantó temprano y se acercó a la biblioteca municipal. Se sentó en el ordenador de la biblioteca, se puso a navegar por Internet y, con mucho cuidado, limpió las cuentas de Grahame Coats; las que la policía de diversos países no había logrado descubrir aún. Hizo que se pusiera en venta una cuadra argentina. Compró una peque?a empresa ad hoc, le traspasó los fondos que había retirado de las cuentas de Grahame Coats, y la registró como fundación sin ánimo de lucro. Envió un correo electrónico —que firmó con el nombre de Roger Bronstein— para contratar los servicios de un abogado que se hiciera cargo de la administración de la recién creada fundación, sugiriéndole al mismo tiempo que se pusiera en contacto con la se?orita Rosie Noah, nacida en Londres pero afincada actualmente en Saint Andrews, y la contratara para Hacer el Bien.

 

Rosie fue contratada. Y la primera tarea que le confiaron fue la de encontrar un lugar que pudiera alojar la sede de la fundación.

 

Una vez hecho esto, Ara?a se pasó cuatro días enteros caminando por (y, por las noches, durmiendo en) la playa que rodeaba la mayor parte de la isla, probando cada restaurante que se iba encontrando por el camino, hasta que llegó al Dawson's Fish Shack. Allí probó el pez volador frito, los higos verdes cocidos, el pollo a la parrilla y el pastel de coco. Al acabar, entró en la cocina para hablar con el chef, que resultó ser también el due?o, y le ofreció una buena suma de dinero a cambio de una parte de su negocio y de unas clases de cocina.

 

Ahora, el Dawson's Fish Shack es un restaurante y el se?or Dawson se ha jubilado. A veces, Ara?a atiende el restaurante y, a veces, se encarga de la cocina; si entráis allí a buscarle, lo veréis. Sirven la mejor comida de la isla. Ara?a está algo más gordo que antes, aunque no tan gordo como acabará si sigue con esa manía de probar todos los platos que prepara.

 

Aunque a Rosie no le importa.

 

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