Los Hijos de Anansi

—Yo soy el guapo —dijo Charlie, y Daisy volvió a pisarle por segunda vez.

 

—?Dios! —murmuró Daisy. Y, a continuación, un poco más alto—. Charlie, sal conmigo un momento, hay algo de lo que tenemos que hablar. Ahora mismo.

 

Salieron al pasillo y dejaron a Ara?a con Rosie.

 

—?Qué? —preguntó Charlie.

 

—?Qué de qué? —dijo Daisy.

 

—?Qué era eso de lo que querías hablarme?

 

—Nada.

 

—Y, entonces, ?para qué hemos salido? Ya la has oído. Le odia. No deberíamos haberles dejado a solas. Probablemente a estas alturas lo habrá matado.

 

Daisy le miró con la misma cara que hubiera puesto Jesús si alguno se le hubiera acercado a decirle que era alérgico al pan y a los peces y que si no le importaba hacerle una ensalada de pollo rapidita: había lástima en su expresión, además de una casi infinita compasión.

 

Daisy se llevó un dedo a los labios y le empujó hacia la puerta. Charlie echó un vistazo a lo que sucedía en el interior de la habitación: Rosie no parecía estar matando a Ara?a. En todo caso, era justo lo contrario.

 

—Oh —exclamó Charlie.

 

Se estaban besando. Dicho así, nadie podría culparos por suponer que aquello era un beso normal y corriente, con sus labios, su piel, e incluso su poquito de lengua. Pero estaríais pasando por alto cómo sonreía él, cómo brillaban sus ojos. Y después, cuando terminaron de besarse, cómo se quedó él allí de pie, como si acabara de descubrir el arte de estar de pie y supiera hacerlo mejor que nadie.

 

Charlie dejó de mirarles y se encontró con que Daisy estaba hablando con un montón de médicos y con el agente de policía que había ido al hotel a hablar con ellos la noche anterior.

 

—Bueno, la verdad es que siempre sospechamos que no era trigo limpio —le estaba diciendo el agente—. Quiero decir que, sinceramente, siempre son los extranjeros los que se comportan de este modo. Los isle?os jamás harían una cosa así.

 

—Obviamente, no —replicó Daisy.

 

—Le estamos muy agradecidos —dijo el jefe de policía, dándole unas palmaditas en la espalda a Daisy de un modo que a ésta le dio cien patadas—. Esta damita ha salvado la vida de esa mujer —le dijo a Charlie, dándole también una condescendiente palmadita en el hombro, antes de marcharse con los médicos por el pasillo.

 

—?Qué está ocurriendo aquí?—le preguntó Charlie.

 

—Pues Grahame Coats ha muerto —respondió—. Más o menos. Y tampoco tienen demasiadas esperanzas de que la madre de Rosie se recupere.

 

—Ya veo —dijo Charlie. Se quedó pensándolo un momento. Luego dejó de pensar y tomó una decisión—. ?Te importa si hablo un momentito con mi hermano? Creo que hay algo de lo que tenemos que hablar.

 

—De todos modos, yo me vuelvo al hotel. Voy a mirar el e—mail. Probablemente tenga que pedir perdón por teléfono a un montón de gente. Averiguar si aún tengo una carrera.

 

—Pero eres una heroína, ?no?

 

—No creo que sea para eso para lo que me pagan —respondió, con aire triste—. Ven a buscarme al hotel cuando hayas terminado.

 

Ara?a y Charlie caminaron por la calle mayor de Williamstown bajo un espléndido sol matutino.

 

—Ese sombrero es realmente bonito —le dijo Ara?a.

 

—?De verdad lo crees?

 

—Sí. ?Puedo probármelo?

 

Charlie le pasó a Ara?a el sombrero verde. Ara?a se lo puso y se miró en un escaparate. Hizo una mueca y se lo devolvió a su hermano.

 

—Bueno —dijo, un tanto decepcionado—, a ti te sienta muy bien.

 

Charlie se volvió a poner el sombrero. Hay cierto tipo de sombrero que uno sólo puede ponerse si está dispuesto a lucirlo con gracia, a llevarlo ladeado, y a caminar con ritmo, casi como si estuvieras a punto de echarte a bailar. Esa clase de sombrero exige mucho a quien lo lleva. Este era de esa clase de sombreros, y Charlie sabía lucirlo.

 

—La madre de Rosie se está muriendo —le dijo.

 

—Ya.

 

—La verdad es que nunca me gustó nada de nada.

 

—Yo no llegué a conocerla tan bien como tú. Pero con el tiempo supongo que no me habría gustado nada de nada.

 

—Tenemos que intentar salvarle la vida, ?no? —lo dijo sin mucho entusiasmo, como si le estuviera diciendo que ya iba siendo hora de ir al dentista.

 

—No creo que tengamos esa clase de poder.

 

—Papá hizo algo parecido por mamá. Hizo que mejorara, temporalmente.

 

—Pero papá era papá. ?Cómo vamos a hacer nosotros una cosa así?

 

—Aquel lugar en el fin del mundo. El sitio ese de las cuevas.

 

—En el principio del mundo, no en el fin. ?Qué intentas decir?

 

—?Podemos trasladarnos hasta allí? ?Sin todo el rollo ese de las velas, las hierbas y demás gilipolleces?

 

Ara?a se quedó callado. Luego, asintió.

 

—Creo que sí.

 

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