Los Hijos de Anansi

Era una buena canción, y era su canción. A ratos la cantaba con letra y a ratos prescindía de las palabras.

 

Mientras cantaba, todas las criaturas que le estaban escuchando empezaron a dar palmas y a seguir el ritmo con el pie y a tararear la melodía; Charlie sentía como si a través de él se estuviera canalizando una gran canción que los incluía a todos. Cantó acerca de los pájaros, de lo mágico que resultaba alzar la vista y verlos volar, del brillo del sol de la ma?ana reflejado en el ala de un pájaro.

 

Las totémicas criaturas se pusieron a bailar, cada uno con su propio estilo. La Mujer Pájaro giraba, bailando la danza de los pájaros, agitando las plumas de su cola, echando el pico hacia atrás.

 

Sólo una de las criaturas que había en la ladera de la monta?a no bailaba.

 

El Tigre sacudía su rabo. No daba palmas, ni cantaba, ni bailaba. Tenía la cara llena de moratones, y más verdugones y marcas de dientes por todo el cuerpo. Había ido bajando, pian pianito, hasta llegar muy cerca de donde estaba Charlie.

 

—Las canciones no son tuyas —rugió.

 

Charlie le miró, y cantó acerca del Tigre, y de Grahame Coats, y de aquellos que acosan a los inocentes. Se dio la vuelta: Ara?a le miraba con admiración. El Tigre rugió, furioso, y Charlie aprovechó su rugido y tejió su canción alrededor de él. A continuación, lo imitó con su propia voz, una imitación perfecta. Bueno, el rugido empezaba exactamente igual que el del Tigre, pero luego Charlie lo modificó, le dio un tono más bien bobalicón, y todas las criaturas que lo contemplaban desde las rocas se echaron a reír. No pudieron evitarlo. Charlie volvió a rugir con el mismo tono. Como cualquier imitación, como cualquier buena caricatura, el resultado era gracioso de puro ridículo. Nadie podría ya oír rugir al Tigre sin oír en su mente el rugido de Charlie. ?Qué rugido tan bobo?, dirían.

 

El Tigre le dio la espalda a Charlie. Huyó por entre la multitud, rugiendo, con lo que sólo consiguió que se rieran aún con más ganas. El Tigre se refugió, furioso, en su cueva.

 

Ara?a les hizo un gesto para que dejaran de reír.

 

Se oyó un estruendo, y la entrada de la cueva del Tigre quedó sepultada por un peque?o desprendimiento de rocas. Ara?a parecía satisfecho. Charlie siguió cantando.

 

Cantó la canción de Rosie Noah y la de la madre de Rosie: cantó una larga vida para la se?ora Noah, con toda la felicidad que la mujer se merecía.

 

Cantó acerca de su propia vida, de la vida de todos, y en su canción vio el patrón de las vidas de todos como una telara?a en la que una mosca había quedado atrapada, y con su canto envolvió a aquella mosca, se aseguró de que no pudiera escapar, y reparó la tela tejiendo nuevos hilos.

 

Y así, la canción fue llegando a su fin.

 

Charlie reparó, con no poca sorpresa, en que disfrutaba cantando para los demás, y, en ese preciso momento, supo exactamente a qué habría de dedicarse el resto de su vida. Se dedicaría a cantar: no canciones grandiosas y mágicas, capaces de crear mundos o de recrear la existencia. Sólo canciones sencillas, capaces de hacer felices por un instante a quienes las escuchan, de hacerles bailar, de hacerles olvidar sus problemas por un rato. Y supo que siempre sentiría ese miedo antes de empezar a cantar, eso que llaman miedo escénico, que nunca desaparecería, pero también entendió que sería como cuando uno se tira a la piscina —esa sensación de frío que no dura más que unos segundos—y que el mal rato pasaría y luego todo sería estupendo...

 

Nunca tan bueno como en ese momento. Jamás volvería a experimentar aquella sensación tan maravillosa. Pero sería estupendo.

 

Y terminó. Charlie inclinó la cabeza. Las criaturas que le habían escuchado desde la ladera de la monta?a esperaron hasta que se extinguieron las últimas notas, dejaron de seguir el ritmo con el pie, dejaron de dar palmas y dejaron de bailar. Charlie se quitó el sombrero verde de su padre y se abanicó con él.

 

En voz muy baja, Ara?a le dijo:

 

—Ha sido increíble.

 

—Tú lo habrías hecho igual de bien —replicó Charlie.

 

—No lo creo. ?Qué ha pasado al final? Noté que estabas haciendo algo, pero no sabría decir exactamente qué.

 

—Estaba arreglándolo todo —le dijo Charlie—, nuestros asuntos. Creo. La verdad es que no estoy muy seguro... —y era verdad que no lo estaba. La canción se había acabado ya, y su significado empezaba a desvelarse, como cuando uno se despierta por la ma?ana y empieza a recordar lo que ha so?ado esa misma noche y lo entiende.

 

Se?aló hacia la cueva cuya entrada había quedado bloqueada.

 

—?Has sido tú?

 

—Sí —respondió Ara?a—. Creía que era lo menos que podía hacer. Aunque el Tigre acabará encontrando la salida. Si te soy sincero, ahora lamento no haber hecho algo peor que bloquear la entrada de su cueva.

 

—No te preocupes —le dijo Charlie—. Ya me he encargado yo de eso. He hecho algo mucho peor.

 

Vio como se iban dispersando los animales. No había ni rastro de su padre, cosa que tampoco le sorprendió.

 

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