Los Hijos de Anansi

—Hubo un tiempo en que el mundo y todo lo demás me pertenecían a mí: la luna, las estrellas, el sol y los cuentos. Yo era el due?o de todo aquello —y a?adió—: y podrían haber sido míos de nuevo.

 

El Tigre miró al animalejo. Entonces, sin previo aviso, descargó todo el peso de su inmensa zarpa sobre el costillar y lo aplastó, rompiéndolo en peque?os y apestosos trozos, e inmovilizando al mismo tiempo a la peque?a alima?a, que se revolvió y se retorció, pero no logró zafarse.

 

—Tú estás aquí–le dijo el Tigre, pegando su hocico a la diminuta cabeza del pálido animalejo— para ser sojuzgado por mí. ?Lo has entendido? Porque la próxima vez que digas algo que me irrite, te arrancaré la cabeza de un mordisco.

 

—Mmmpfí—respondió el bicho comadrejil.

 

—Y no querrás que te arranque la cabeza de un mordisco, ?verdad que no?

 

—Nngk —respondió el bichejo. Sus ojos eran de color azul pálido, como dos esquirlas de hielo, y centelleaban mientras se retorcía desesperadamente bajo el peso de aquella enorme zarpa.

 

—Así que, ?me prometes que te vas a portar bien, y que vas a estar muy calladito? —rugió el Tigre.

 

Levantó un poco la zarpa para dejar que contestara.

 

—Prometidisísimo —respondió el blanco bichejo, con sumo respeto.

 

A continuación, con un comadrejil movimiento, se dio la vuelta y clavó sus afilados dientecillos en la zarpa del Tigre. Aullando de dolor, el Tigre lo mandó por los aires de una patada. La peque?a alima?a se estrelló contra el techo de piedra, rebotó contra un saliente y salió disparado como un sucio rayo blanco hacia el fondo de la cueva, donde el techo era más bajo y había multitud de recovecos en los que podía ocultarse un animal peque?o y a los que no podía acceder un animal más grande.

 

El Tigre se internó en la cueva hasta donde el terreno se lo permitía.

 

—?Crees que no sé esperar? —le preguntó—. Tarde o temprano tendrás que salir de ahí. Y no me voy a ir a ninguna parte.

 

El Tigre se tendió en el suelo. Cerró los ojos y, al poco rato, empezó a roncar de forma harto convincente.

 

Una media hora después, el blancuzco animal salió arrastrándose de entre las rocas, y se fue deslizando de sombra en sombra, hacia un gran hueso que aún tenía adherida una buena cantidad de sabrosa carne, siempre que a uno no le importara que estuviera levemente podrida, y al bichejo no le importaba. Pero, para llegar hasta el hueso, tenía que pasar forzosamente por delante de la fiera. Se quedó un rato al acecho, oculto en las sombras, y luego se aventuró a salir, caminando con sigilo sobre sus diminutas pezu?as.

 

Según pasaba por delante, el Tigre estiró raudamente una de sus zarpas delanteras y lo aprisionó aplastándole la cola contra el suelo. Con la otra zarpa, lo sujetó por el cuello. El gran felino abrió los ojos.

 

—Francamente —le dijo—, parece que estamos condenados a convivir en esta cueva. Lo único que te pido es que pongas un poco de tu parte. Ambos pondremos algo de nuestra parte. Dudo mucho que lleguemos a ser amigos, pero a lo mejor podemos aprender a tolerarnos mutuamente.

 

—Entiendo a qué te refieres —replicó el peque?o huronoide—. El Diablo hace extra?os compa?eros de cama, como se suele decir.

 

—Ese es un buen ejemplo de lo que intento decir —repuso el Tigre—. Tienes que aprender a distinguir cuándo es mejor que mantengas la boca cerrada.

 

—Quien siembra vientos —replicó el animalejo— recoge tempestades.

 

—Ya me estás irritando otra vez —dijo el Tigre—. Mira que te estoy avisando. No me irrites si no quieres que te arranque la cabeza de un bocado.

 

—Repites constantemente eso de ?arrancarme la cabeza de un bocado?. Cuando dices que ?me arrancarás la cabeza de un bocado?, ?debo entender, quizá, que hablas en sentido figurado y que lo que en realidad me estás diciendo es que te vas a enfadar y me vas a dar un grito?

 

—Te arrancaré la cabeza de un bocado. Luego, te romperé el cráneo. Masticaré tu cabeza. Y, finalmente, me la tragaré —le aclaró el Tigre—. Ninguno de los dos saldrá de esta cueva hasta que el hijo de Anansi se olvide de que estamos aquí. Viendo el modo en que ese cabrón lo ha organizado todo, incluso si te mato por la ma?ana, seguramente resucitarás y volverás a estar encerrado conmigo en esta maldita cueva a primera hora de la tarde. Así que no me irrites.

 

La blancuzca alima?a replicó:

 

—Ah, en fin. Basta a cada día...

 

—Como digas ?su propio afán? —le interrumpió el Tigre— me voy a enfadar, y eso traerá graves consecuencias. No digas nada irritante. ?Lo has entendido?

 

En aquella cueva del fin del mundo se produjo un breve silencio. Silencio que rompió una vocecilla comadrejil:

 

—Perfectupuesto.

 

Y empezó a decir ??Ouug!?, pero su voz fue silenciada de forma inmediata y eficaz.

 

Y ya no se oyó nada más en aquel lugar, salvo el crujir de unos huesos.

 

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