Los Hijos de Anansi

Se oyó un fuerte golpe en la puerta principal. ?Están intentando echarla abajo —pensó—. No lo conseguirán, es demasiado resistente.?

 

Su madre estaba tendida en el suelo en un charco de luz, y la sombra se cernía sobre ella. La sombra echó hacia atrás la cabeza y rugió, un rugido potente de miedo, de desafío y de posesión.

 

?Estoy alucinando —pensó Rosie con disparatada certeza—. He estado dos días encerrada en un sótano y ahora estoy alucinando. No hay ningún tigre.?

 

De la misma manera, estaba segura de que no había ninguna mujer pálida bajo la luz de la luna, aunque la estaba viendo caminar por el pasillo, una mujer de rubios cabellos con las largas piernas y las estrechas caderas de una bailarina. La mujer se detuvo al llegar junto a la sombra del tigre.

 

—Hola, Grahame —dijo.

 

La fiera–sombra levantó su inmensa cabeza y rugió.

 

—No creas que puedes esconderte de mí con ese absurdo disfraz de animal —dijo la mujer. No parecía muy contenta.

 

Rosie se percató de que podía ver la ventana a través del torso de la mujer, y retrocedió hasta quedarse con la espalda completamente pegada a la pared.

 

La fiera volvió a rugir, pero, esta vez, con cierta inseguridad.

 

—No creo en los fantasmas, Grahame. No he creído en ellos en toda mi vida. Pero, entonces, te conocí a ti. Dejaste que la carrera de Morris se fuera a pique. Nos robaste. Me asesinaste. Y finalmente, por si fuera poco, me obligaste a creer en los fantasmas.

 

El tigre–sombra ga?ía, y retrocedía por el pasillo.

 

—No creas que te vas a librar de mí, maldito miserable. Puedes fingir que eres un tigre, si quieres. Pero no eres un tigre. Eres una rata. No, eso sería insultar a muchas nobles especies de roedores. Eres menos que una rata. Eres un jerbo. Eres un armi?o.

 

Rosie echó a correr por el pasillo. Pasó por delante de su madre y de la fiera–sombra. Pasó a través de la mujer pálida, era como atravesar un banco de niebla. Llegó a la puerta principal y la tanteó, intentando encontrar los cerrojos.

 

Dentro de su cabeza, o quizá fuera de ella, Rosie oía una discusión. Alguien decía:

 

?No le hagas ni caso, idiota. No puede tocarte. No es más que una duppy. Apenas es real. ?Coge a la chica! ?Detenla!?

 

Y otro replicaba:

 

?Entiendo tu punto de vista. Pero no estoy seguro de que hayas tenido en cuenta todas las circunstancias, vis—à—vis, en fin, discreción, hum, mejor parte del valor, no sé si me sigues...?

 

?Yo dirijo, tú me sigues a mí.?

 

?Pero...?

 

—Lo que quiero saber —dijo la pálida mujer— es hasta qué punto eres un fantasma en este momento. Quiero decir que yo no puedo tocar a los vivos, en realidad ni siquiera puedo tocar los objetos. Sólo puedo tocar a los fantasmas.

 

La mujer pálida le sacudió una fuerte patada en la cara a la fiera. El tigre–sombra silbó y dio un paso atrás, y el pie falló por menos de un centímetro.

 

La siguiente patada sí le acertó, y la fiera aulló. Otra patada bien fuerte en el hocico de la fiera y la bestia hizo un ruido parecido al que hace un gato cuando lo ba?as, un gemido de desamparo, de espanto y de indignación, de vergüenza y de derrota.

 

Las carcajadas de la mujer muerta resonaron por todo el pasillo, eran carcajadas de júbilo y de entusiasmo.

 

—Armi?o —dijo la mujer—. Grahame Armi?o.

 

Un viento frío barrió la casa.

 

Rosie quitó el último de los cerrojos. La puerta principal se abrió. Los fogonazos de los flashes cegaron a Rosie. Gente, coches. Una voz femenina dijo:

 

—Es una de las turistas desaparecidas —y, a continuación—. ?Dios mío!

 

Rosie se dio la vuelta.

 

A la luz de los flashes, Rosie pudo ver a su madre, encogida en el suelo de baldosas y, a su lado, descalzo e inconsciente e indudablemente humano, Grahame Coats. Había salpicaduras de un líquido rojo a su alrededor, como pintura roja, y, por un segundo, Rosie no fue capaz de imaginar qué podía ser.

 

Una mujer le estaba hablando. Le decía:

 

—Eres Rosie Noah. Me llamo Daisy. Vamos a algún sitio donde puedas sentarte. ?Quieres sentarte?

 

Alguien debía de haber encontrado el cuadro eléctrico, porque en ese mismo momento se encendieron las luces de toda la casa.

 

Un hombre fuerte con uniforme de policía se inclinaba sobre los cuerpos. Alzó la vista y dijo:

 

—Efectivamente, es el se?or Finnegan. No respira.

 

—Sí, por favor. Necesito sentarme —dijo Rosie.

 

Charlie se había sentado al lado de Ara?a al borde del precipicio, a la luz de la luna, con las piernas colgando por fuera.

 

—?Sabes? —le dijo—. Al principio formabas parte de mí. Cuando éramos ni?os.

 

Ara?a inclinó la cabeza a un lado.

 

—?En serio?

 

—Eso creo.

 

—Bueno, eso explicaría algunas cosas. —Extendió la mano: tenía una ara?a de siete patas sobre el dorso—.Y ahora, ?qué? ?Voy a volver a ser parte de ti, o qué?

 

Charlie arrugó el ce?o.

 

—Creo que has crecido mejor solo que si hubieras crecido formando parte de mí. Y te has divertido mucho más.

 

—Rosie. El Tigre conoce a Rosie. Tenemos que hacer algo —le dijo Ara?a.

 

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