Los Hijos de Anansi

Era casi reconfortante, pensó mientras descorría los cerrojos, la cantidad de clichés a los que uno podía recurrir cuando tenía una pistola en la mano. A Grahame Coats eso le hacía sentirse parte de una hermandad: a su lado, Bogart, y Cagney, y toda esa gente que se habla a voces en COPS. [9]

 

Encendió la luz y abrió la puerta. La madre de Rosie estaba de pie, contra la pared del fondo, de espaldas a él. Cuando él entró, se levantó la falda y meneó su increíblemente huesudo y bronceado trasero.

 

Se quedó boquiabierto. Justo entonces, Rosie aprovechó para darle un golpe con la oxidada cadena en la mu?eca, haciendo que la pistola saliera volando y fuera a parar al otro lado de la habitación.

 

Con el entusiasmo y la precisión de una mujer mucho más joven, la madre de Rosie le dio una patada en la entrepierna y, mientras él se llevaba la mano a los genitales y doblaba su cuerpo hacia delante, aullando tan alto que sólo los perros y los murciélagos podrían oírlo, Rosie y su madre salieron a trompicones de la cámara.

 

Cerraron la puerta y Rosie echó uno de los cerrojos. Madre e hija se abrazaron.

 

Estaban aún en la bodega cuando todas las luces se apagaron.

 

—Han saltado los fusibles, no pasa nada —dijo Rosie, para tranquilizar a su madre. No estaba segura de creerlo ella misma, pero no se le ocurría ninguna otra explicación.

 

—Deberías haber echado los dos cerrojos —le dijo su madre. Y, a continuación, se dio un golpe en el dedo gordo y exclamó—. ?Ay!

 

—Míralo por el lado bueno —dijo Rosie—. él tampoco puede ver en la oscuridad. Cógete de mi mano. Creo que la escalera está por aquí.

 

Grahame Coats estaba en la cámara, a cuatro patas, a oscuras, cuando se fue la luz. Algo caliente le goteaba por la pierna. Por un momento, pensó que se había meado encima, hasta que se dio cuenta de que la hoja de uno de los cuchillos que llevaba en el cinturón le había hecho un corte profundo en la parte superior del muslo.

 

Dejó de moverse y se tumbó en el suelo. Decidió que había sido muy sensato al emborracharse: estaba prácticamente anestesiado. Decidió dormir.

 

No estaba solo en la cámara. Había alguien con él. Algo que caminaba sobre cuatro patas.

 

Alguien rugió:

 

—Levántate.

 

—No puedo. Estoy herido. Quiero irme a dormir.

 

—Eres una criatura insignificante y lastimosa que destruye todo lo que toca. Levántate ahora mismo.

 

—Me encantaría —dijo Grahame Coats, con ese tono de los borrachos cuando quieren parecer razonables—. No puedo. Voy a tumbarme en el suelo. Un ratito sólo. De todos modos. Ha echado el cerrojo. Ella. Lo he oído.

 

Oyó un chirrido, como si el cerrojo se estuviera deslizando lentamente.

 

—La puerta está abierta. Tú veras: si te quedas aquí, morirás. —Un murmullo impaciente; un rabo agitándose en el aire; un gru?ido sordo—. Dame tu mano y tu lealtad. Invítame a entrar dentro de ti.

 

—No entien...

 

—Dame tu mano, o morirás desangrado.

 

Envuelto en la oscuridad de la cámara, Grahame Coats extendió su mano. Alguien —algo— la tomó y la estrechó, como para darle confianza.

 

—Y bien, ?vas a invitarme a entrar?

 

Grahame Coats tuvo entonces un instante de claridad mental. Ya había llevado todo esto demasiado lejos. Después de todo, nada de lo que hiciera ya podía empeorar las cosas.

 

—Perfectupuesto —susurró Grahame Coats y, según decía esto, empezó a transformarse.

 

Veía en la oscuridad exactamente igual que a plena luz del día. Creyó, pero sólo por un momento, que había visto algo justo a su lado, era más grande que un hombre y tenía los dientes muy, muy afilados. Pero desapareció inmediatamente, y Grahame Coats se sintió maravillosamente bien. Su pierna dejó de sangrar.

 

Veía perfectamente en la oscuridad. Sacó los cuchillos de su cinturón y los tiró al suelo. Se quitó también los zapatos. Había una pistola en el suelo, pero la dejó allí. Las herramientas eran para los simios y los cuervos y los enclenques. él no era un simio.

 

él era un cazador.

 

Se puso a cuatro patas y, en esa posición, salió de la cámara.

 

Podía ver con claridad a las dos mujeres. Habían encontrado la escalera que llevaba a la casa y subían a tientas, cogidas de la mano.

 

Una de ellas era vieja y fibrosa. La otra, joven y tierna. Aquello, que sólo tenía una parte de Grahame Coats, empezó a salivar.

 

Gordo Charlie se alejó del puente, llevaba echado hacia atrás el sombrero verde de su padre, y caminó bajo el sol poniente. Atravesó la rocosa playa, patinando sobre las rocas y metiendo el pie en los charcos. De pronto, pisó algo que se movía. Dio un tropezón y dejó de pisarlo.

 

Lo que fuera, se elevó en el aire y siguió elevándose. Era enorme: al principio pensó que debía de tener el tama?o de un elefante, pero seguía creciendo y se hizo mucho más grande.

 

?Luz?, pensó Gordo Charlie. Se puso a cantar en voz alta y todas las luciérnagas que había en aquel lugar se agruparon a su alrededor; despedían una luz fosforescente e intermitente de color verdoso, que le permitió ver una cara reptiliana con dos ojos del tama?o de dos platos que le miraban fijamente.

 

Gordo Charlie se le quedó mirando.

 

—Buenas —saludó alegremente.

 

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