Ara?a lanzó una piedra en la dirección de la que parecía llegar la voz, y la oyó caer inútilmente entre los matorrales.
—Tú tienes dedos —dijo la voz—, pero yo tengo zarpas con garras afiladas como cuchillos. Tú tienes tus dos piernas, pero yo tengo cuatro patas que nunca se cansan y que pueden correr diez veces más rápido que las tuyas y durante el tiempo que sea necesario. Tus dientes pueden masticar la carne, siempre que esté bien cocinada y tierna, porque tus dientes son peque?os como los de un mono, sirven para masticar frutas maduras y gusanos; pero yo puedo desgarrar la carne del hueso con mis dientes, y tragarla mientras la sangre todavía fresca sale disparada hacia el cielo.
Y, entonces, Ara?a hizo un ruido. Era un ruido para el que no le hacía falta la lengua, ni siquiera tenía que abrir los labios. Era algo así como un irónico ?mhá? cargado de desprecio. ?Puede que tengas todas esas cosas, Tigre —parecía decir— ?y qué? Todos los cuentos pasados, presentes y futuros son de Anansi. Nadie cuenta cuentos del Tigre.?
Se oyó un rugido en medio de la oscuridad, un rugido de furia y de frustración.
Ara?a empezó a tararear la melodía del Tiger Rag. Es una vieja canción, muy eficaz para hacer rabiar a un tigre: ?Sujeta a ese tigre —dice la letra—. ?Dónde está ese tigre??.
La voz se oyó ahora un poco más cerca.
—Tengo a tu mujer, hijo de Anansi. Cuando acabe contigo, le arrancaré la carne. Seguro que tiene un sabor más dulce que la tuya.
Ara?a hizo algo así como ??hmé!?, que es lo que la gente suele hacer cuando piensa que alguien les está mintiendo.
—Se llama Rosie.
Ara?a hizo un ruido involuntario al oír aquello.
Alguien rio a carcajadas en medio de la oscuridad.
—Y si hablamos de los ojos —dijo—, los tuyos sólo ven, con suerte, lo que es obvio y a plena luz del día; pero mi gente tiene ojos que les permiten ver cómo se eriza el vello de tus brazos mientras me escuchas, están viendo el terror en tu cara, y todo esto, en la oscuridad de la noche. Tenme miedo, hijo de Anansi, y si tienes una última oración y quieres rezar, hazlo ahora.
Ara?a no tenía ninguna oración, pero tenía piedras, y podía lanzarlas. Quién sabe, igual tenía suerte y acertaba a pesar de la oscuridad. Ara?a sabía que eso sería un milagro, pero se había pasado la vida confiando en los milagros.
Cogió otra piedra.
Algo le rozó el dorso de la mano.
?Hola?, dijo en su mente la ara?a de barro.
?Hola —pensó Ara?a—, escucha, ahora estoy algo liado, intento evitar que me devoren, así que, si no te importa quitarte de en medio un momento...?
?Pero es que las he traído —pensó la ara?a—. Tal como me pediste que hiciera.?
??Tal como yo te pedí??
?Me dijiste que fuera a buscar ayuda. Las he traído conmigo. Siguieron el hilo que he ido tejiendo. En esta creación no hay ara?as, así que me fui al otro lado y he venido desde allí tejiendo un hilo para guiarlas. He traído a las más guerreras. He traído a las más valientes.?
—Dime en qué estas pensando —dijo la voz del gran felino en la oscuridad. Y, a continuación, con un toque de refinada ironía, a?adió—: ?Qué pasa? ?Te ha comido la lengua el gato?
Una sola ara?a no hace ruido. Las ara?as cultivan el silencio. Incluso las que hacen ruido se quedan tan calladas como pueden, y esperan. Eso es lo que hacen las ara?as la mayor parte del tiempo: esperar.
Un leve rumor fue llenando lentamente la noche.
Ara?a le comunicó mentalmente a aquella peque?a ara?a de siete patas —que había creado a partir de su sangre, un poco de barro y saliva— lo agradecido que le estaba y lo orgulloso que se sentía de ella. La ara?a subió desde el dorso de su mano hasta su hombro.
Ara?a no podía verlas, pero sabía que todas estaban allí; las ara?as grandes y las peque?as, las venenosas y las que pican: enormes ara?as peludas y las peque?as y elegantes ara?as queratinosas. Sus ojos aprovechaban hasta el más mínimo resquicio de luz, pero veían a través de sus patas, transformando mentalmente en imágenes las vibraciones que percibían a través de ellas.
Eran un ejército.
El Tigre habló una vez más en medio de la oscuridad.
—Cuando estés muerto, hijo de Anansi, cuando todos los de tu sangre hayan muerto, los cuentos serán míos. La gente volverá a contar cuentos del Tigre. Se reunirán y ensalzarán mi inteligencia y mi fuerza, mi crueldad y mi gozo. Todos y cada uno de los cuentos serán míos. El mundo volverá a ser como era: un lugar duro. Un lugar oscuro.
Ara?a escuchó el rumor de su ejército.
Estaba sentado al borde del precipicio por una razón muy concreta. Aunque, por un lado, no le ofrecía ninguna posibilidad de ponerse a cubierto, por otro impedía que el Tigre se abalanzara sobre él; forzosamente tenía que arrastrarse para acercarse a él.
Ara?a se echó a reír.
—?De qué te ríes, hijo de Anansi? ?Has perdido el juicio?
Entonces, Ara?a se rio aún más alto y durante más tiempo.