Ara?a le dio un toque en el hombro y se?aló algo con el dedo. La mujer de la gabardina marrón estaba ahora en la duna más próxima a ellos, tan cerca que Gordo Charlie podía distinguir sus cristalinos ojos negros.
Los buitres eran como harapientas manchas negras que empezaban a aterrizar sobre la arena: sus cabezas eran de color malva y no tenían plumas —de ese modo les resulta más fácil hundir la cabeza en las carcasas medio putrefactas—, y estiraban sus cuellos, también desplumados y de color malva, para observar con sus miopes ojos a los dos hermanos, como si estuvieran pensando si sería mejor esperar a que murieran o deberían intervenir de alguna manera para acelerar el proceso.
—?Y qué más incluía ese trato? —preguntó Ara?a.
—?Eh?
—?Hay algo más que puedas decirme? ?Te dio algo para sellar el trato? A veces, en este tipo de cosas se produce alguna clase de intercambio entre las partes.
Los buitres avanzaban lentamente hacia ellos, paso a paso, cerrando filas, estrechando el cerco. Nuevas manchas negras surcaban el cielo, se iban haciendo cada vez más grandes y venían directos hacia ellos. Ara?a cerró su mano sobre la mano de Gordo Charlie.
—Cierra los ojos.
Gordo Charlie sintió una oleada de frío que le golpeó en mitad del estómago. Respiró hondo, y fue como si alguien le hubiera congelado los pulmones. Le dio un ataque de tos, el viento ululaba como un gigantesco animal.
Abrió los ojos.
—?Se puede saber dónde estamos ahora?
—En la Antártida —le contestó Ara?a. Se abrochó su cazadora de cuero, parecía que el frío no le importaba demasiado—. Me temo que el clima es algo frío.
—?Es que no tienes término medio? Primero el desierto y, luego, sin solución de continuidad, directamente a los hielos polares.
—Aquí no hay pájaros —replicó Ara?a.
—?Y no sería más fácil sentarnos cómodamente en una habitación interior en alguna parte? Sería mucho más agradable y estaríamos fuera del alcance de cualquier pájaro. Y podríamos comer tranquilamente.
—?Sabes qué? Eres un quejica. Total, por un poco de frío.
—No es un poco de frío. Estamos a cincuenta bajo cero. Y, por cierto, mira eso.
Gordo Charlie estaba se?alando al cielo. Una especie de garabato blanco, como una ?m? escrita con tiza en el cielo, planeaba en el gélido viento.
—Un albatros —dijo.
—Un rabihorcado —le corrigió Ara?a.
—?Perdón?
—Digo que no es un albatros. Es un rabihorcado. Seguramente no nos ha visto.
—Puede que no —admitió Gordo Charlie—, pero ellos seguro que sí.
Ara?a se dio la vuelta y dijo algo así como ?rabihorcado?. Puede que aquello no fueran un millón de pingüinos anadeando y patinando y deslizándose sobre su barriga en dirección a los dos hermanos, pero desde luego lo parecían. Por lo general, los únicos que sienten pánico de los pingüinos son los peces más peque?os, pero cuando a uno se le acercan por millones...
Gordo Charlie se cogió de la mano de Ara?a, esta vez no hizo falta que nadie se lo dijera. Cerró los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, estaban en un lugar más cálido, aunque con los ojos abiertos el panorama no era muy diferente. Todo estaba oscuro como boca de lobo.
—?Me he quedado ciego?
—Estamos en el interior de una mina de carbón abandonada —le explicó Ara?a—. La vi en una foto de una revista hace unos a?os. Salvo que nos tropecemos con una bandada de pinzones ciegos que se hayan adaptado a vivir en la oscuridad y se alimenten a base de carbón, creo que aquí estaremos a salvo.
—Es una broma, ?no? Me refiero a lo de los pinzones ciegos.
—Más o menos.
Gordo Charlie suspiró, y el eco hizo que su suspiro se oyera en toda la galería.
—Por si no te has dado cuenta —dijo Gordo Charlie—, si te hubieras marchado en su momento, si te hubieras ido de mi casa cuando te lo pedí, nos habríamos evitado todo este mogollón.
—Menuda ayuda.
—No pretendía ayudar. Sabe Dios cómo me las voy a arreglar para explicarle a Rosie todo este embrollo.
Ara?a carraspeó.
—Me parece que ya no vas a tener que preocuparte de eso.
—?Por...?
—Ha roto con nosotros.
Un largo silencio.
—No me extra?a —dijo Gordo Charlie.
—Me parece que creo que metí un pelín la pata con toda esa historia —admitió Ara?a, incómodo.
—Pero ?y si se lo explico todo? Quiero decir que si le explico que yo no era tú, que tú te hacías pasar por mí...
—Ya se lo he explicado yo. Justo después fue cuando decidió que no quería volver a vernos nunca a ninguno de los dos.
—?A mí tampoco?
—Eso parece.
—En serio —dijo la voz de Ara?a en la oscuridad—, no era mi intención... Bueno, cuando fui a verte, sólo quería saludarte. No pensaba... Hum... La he cagado pero bien, estoy hasta las cejas de mierda, ?verdad?
—?Estás intentando pedirme perdón?
Silencio.
—Supongo. No sé.
Otro silencio.