Los Hijos de Anansi

—Papá cabreó a todo el mundo. Aunque ella se equivoca. Pero, si lo que quería era matarnos, ?por qué no lo intenta, sin más?

 

—Yo le entregué nuestra sangre.

 

—Sí, eso ya me lo has dicho. No, hay algo más, pero no consigo saber qué es. —Se quedaron un momento en silencio. Luego, Ara?a dijo—: Cógete de mi mano.

 

—?Debo cerrar también los ojos?

 

—Puedes hacerlo, si quieres.

 

—?Y adónde vamos ahora? ?A la luna?

 

—Voy a llevarte a un lugar seguro —le dijo Ara?a.

 

—Genial —dijo Gordo Charlie—, me encantan los lugares seguros. ?Dónde?

 

Pero inmediatamente, sin necesidad de abrir los ojos siquiera, Gordo Charlie supo dónde estaba. Aquel olor era inconfundible: cuerpos que seguramente no sabían lo que era una ducha, retretes inmundos, desinfectante, mantas viejas y apatía.

 

—Seguro que habría estado igual de seguro en una suite de un hotel de lujo —dijo en voz alta, pero ya no había nadie que pudiera oírle. Se sentó en el catre de la celda número seis y se echó la fina manta sobre los hombros. Podía haberse quedado allí de por vida.

 

Media hora más tarde, alguien vino a buscarle para llevarle a la sala de interrogatorios.

 

—Hola —le saludó Daisy, con una sonrisa—, ?te apetece una taza de té?

 

—Por mí no te molestes —respondió Gordo Charlie—, lo he visto en la tele muchas veces. Ya sé de qué va. Es el viejo truco del poli bueno y el poli malo, ?no? Tú me ofreces una taza de té y unas galletitas y, luego, entra un gorila con cara de perro y de muy mala leche que se pone a dar voces, me tira el té al suelo y se come mis galletitas; después, él hace como que me va a partir la cara y, entonces, tú le sujetas y le obligas a traerme otra taza de té con galletitas para que yo, muy agradecido, te lo cuente todo.

 

—Si quieres, nos saltamos el numerito —dijo Daisy—, y vamos directos a la parte en que tú me lo cuentas todo. Y, por cierto, no tenemos galletitas.

 

—Ya te he dicho todo lo que sé —replicó Gordo Charlie—. Todo. Grahame Coats me dio un cheque por dos de los grandes y me dijo que me tomara dos semanas de vacaciones. Me dijo que se alegraba de que le hubiera avisado de que había algunas irregularidades en la contabilidad de la empresa. Luego me pidió mi contrase?a y nos despedimos. Punto final.

 

—?Y sigues manteniendo que no sabes nada de la desaparición de Maeve Livingstone?

 

—Creo que ni siquiera he llegado a verla en persona. Quizá una vez, un día que se pasó por la oficina. Hablamos por teléfono varias veces. Ella quería hablar con Grahame Coats. Yo tenía que decirle que ya le habíamos enviado su cheque por correo y que no tardaría en recibirlo.

 

—?Y era cierto?

 

—No lo sé. Yo creía que sí. Oye, ?no creerás en serio que tuve algo que ver con su desaparición?

 

—No —respondió en tono jovial—, no lo creo.

 

—Porque te juro que no tengo ni idea de lo que puede haber... ?que tú qué?

 

—Que no creo que tuvieras nada que ver con la desaparición de Maeve Livingstone. Ni tampoco creo que tuvieras nada que ver con el desfalco perpetrado en la Agencia Grahame Coats, aunque alguien se ha tomado muchas molestias para hacer que todas las sospechas recaigan sobre ti. Pero está bastante claro que el baile de cifras y el constante desvío de fondos empezó mucho antes de que tú llegaras. Sólo hace dos a?os que trabajas allí.

 

—Más o menos —confirmó Gordo Charlie, y se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró.

 

—Escucha —le dijo Daisy—, ya sé que en las novelas y en las películas los polis suelen ser más bien idiotas, sobre todo si el protagonista del libro es un jubilado que lucha tenazmente por que se haga justicia o un cínico detective que está de vuelta de todo. Y no sabes cómo siento no poder ofrecerte unas galletitas. Pero no todos somos tontos del culo.

 

—No he dicho que lo fuerais —replicó Gordo Charlie.

 

—No —dijo ella—, pero lo estabas pensando. Eres libre de irte cuando quieras. Con nuestras disculpas, si hace falta.

 

—?Y dónde... hum... dónde desapareció? —le preguntó Gordo Charlie.

 

—?La se?ora Livingstone? Pues la última vez que la vieron, estaba con Grahame Coats. él la acompa?ó hasta su despacho.

 

—Ah.

 

—Lo de la taza de té iba en serio. ?Te apetece?

 

—Sí. Mucho. Hum... Imagino que tu gente habrá registrado ya la cámara secreta que hay en su despacho. La que está detrás de la librería.

 

Hay que reconocer que Daisy mantuvo la calma en todo momento y se limitó a decir:

 

—No, no lo creo.

 

—Se suponía que nadie más que Grahame Coats sabía que existía —le explicó Gordo Charlie—, pero un día entré en su despacho y vi que la librería estaba al otro lado y que Grahame Coats estaba allí dentro. Volví a salir. —Y a?adió—: No es que estuviera espiándole ni nada de eso.

 

—Podemos comprar unas galletitas por el camino —comentó Daisy.

 

Gordo Charlie no sabía si alegrarse de que le hubieran puesto en libertad; eso implicaba volver a salir a la calle.

 

—?Estás bien? —le preguntó Daisy.

 

—Sí, sí, muy bien.

 

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