Los Hijos de Anansi

—Bueno —dijo Gordo Charlie, por fin—, en ese caso, yo también siento muchísimo haber llamado a la Mujer Pájaro para que se deshiciera de ti. —Así, en la oscuridad, sin ver la cara de Ara?a mientras hablaban, todo parecía más fácil.

 

—Ya. Gracias. Ojalá supiera cómo deshacerme ahora de ella.

 

—?Una pluma! —dijo Gordo Charlie.

 

—No, me has buscado la ruina.

 

—Antes me preguntaste si ella me había dado algo para sellar el trato. Me dio algo. Me dio una pluma.

 

—?Dónde está?

 

Gordo Charlie trató de hacer memoria.

 

—No recuerdo exactamente. La tenía en la mano cuando me desperté en el comedor de la se?ora Dunwiddy. Pero cuando subí al avión ya no la tenía. Imagino que la se?ora Dunwiddy la habrá conservado.

 

Esta vez, el silencio que siguió a estas palabras fue largo, oscuro e ininterrumpido. Gordo Charlie empezaba a temer que Ara?a se hubiera marchado, que le hubiera abandonado en aquel oscuro subterráneo. Finalmente, se decidió a comprobarlo.

 

—?Sigues ahí?

 

—Sigo aquí.

 

—Menos mal. Si me hubieras dejado aquí solo, no sé cómo me las habría arreglado para salir.

 

—No me des ideas.

 

Otro silencio.

 

—?En qué país estamos? —preguntó Gordo Charlie.

 

—En Polonia, creo. Ya te lo dije, lo vi en una foto. Aunque, en la foto, la galería estaba iluminada.

 

—?Tienes que haber visto una foto del sitio para trasladarte allí?

 

—Tengo que saber dónde está.

 

Era asombroso, pensó Gordo Charlie, el silencio tan limpio que reinaba en el interior de aquella mina. Aquel lugar tenía un silencio propio muy especial. Se puso a pensar en las diversas clases de silencio. ?Era esencialmente diferente el silencio en una tumba del silencio en el espacio, por ejemplo?

 

—Recuerdo a la se?ora Dunwiddy —dijo Ara?a—. Huele a violetas.

 

Se sabe de gente que ha afirmado ?se acabó. Vamos a morir? con más entusiasmo del que Ara?a puso en pronunciar aquellas dos frases.

 

—Sí, es ella —dijo Gordo Charlie—. Menuda, más vieja que un trilobites. Gafas de culo de vaso. Supongo que ahora tendremos que ir a verla para coger la pluma. Luego, se la devolveremos a la Mujer Pájaro. Con eso habremos roto el trato y se acabará de una vez esta pesadilla.

 

Gordo Charlie apuró el agua que le quedaba en la botella que se había traído de aquella placita que no estaba en una ciudad de Italia. Volvió a poner el tapón y la dejó en el suelo, preguntándose si estaría mal dejar basura en un lugar que nadie vería jamás.

 

—Hala, cógeme de la mano y vamos a ver a la se?ora Dunwiddy.

 

Ara?a hizo un ruido. No sonó arrogante. Sonó inquieto e inseguro. En la oscuridad, Gordo Charlie se imaginó a Ara?a desinflándose como un sapo, o como un globo después de una semana. Gordo Charlie había deseado con toda su alma ver cómo se le bajaban los humos a Ara?a; pero, desde luego, nunca quiso oírle hacer ese ruido, parecía como si tuviera seis a?os y estuviera muerto de miedo.

 

—Un momento. ?Le tienes miedo a la se?ora Dunwiddy?

 

—Es que... Es que no puedo acercarme a ella.

 

—Bueno, por si te sirve de consuelo te diré que yo también le tenía miedo de peque?o pero, cuando volví a verla en el funeral de papá, no me pareció tan terrible. No es más que una anciana. —Recordó la imagen de la se?ora Dunwiddy encendiendo aquellas velas negras y espolvoreando las hierbas en la ensaladera—. Un poquito siniestra, quizá. Pero ya verás como no es tan terrible.

 

—Fue ella la que me obligó a marcharme de allí —le explicó Ara?a—. Yo no quería irme. Pero me cargué aquella bola que tenía en el jardín. Una cosa como de cristal, grande, como una de esas bolas que se ponen en el árbol de Navidad, pero gigantesca.

 

—Yo también le rompí una. Menudo cabreo se agarró.

 

—Lo sé. —Su voz se oía débil, parecía confuso y preocupado—. En realidad fue esa misma vez. Ahí fue donde empezó todo.

 

—Venga, vamos, tampoco es el fin del mundo. Tú llévame a Florida y yo iré a ver a la se?ora Dunwiddy para recuperar la pluma. A mí no me da ningún miedo. No hace falta que vengas conmigo.

 

—No puedo. No puedo estar en el mismo lugar que ella.

 

—Vale, ?qué es lo que intentas decirme? ?Ha conseguido una especie de orden de alejamiento mágica?

 

—Más o menos. Sí —y, a?adió—: echo de menos a Rosie. Siento haber... ya sabes.

 

Gordo Charlie pensó en Rosie. Le resultaba especialmente difícil recordar su cara. Imaginó cómo sería no tener de suegra a la madre de Rosie; recordó las dos siluetas tras las cortinas de su habitación. Y dijo:

 

—No te sientas mal por eso. Bueno, siéntete mal si quieres, porque la verdad es que te has portado como un grandísimo cabrón. Pero puede que haya sido lo mejor.

 

Gordo Charlie sintió una punzada de dolor, pero sabía que lo que había dicho era verdad. A oscuras, resulta más fácil decir la verdad.

 

—?Sabes qué es lo que no tiene ningún sentido en todo esto? —le preguntó Ara?a.

 

—?Todo?

 

—No. Sólo una cosa. No entiendo por qué la Mujer Pájaro decidió entrar en el juego. No tiene sentido.

 

—Papá la cabreó...

 

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