Los Hijos de Anansi

—Bien, gracias —respondió, y a?adió—. ?Morris? No, no me va nada bien. En realidad me va de pena.

 

—?Ay! —replicó Morris—. Me lo temía. Pero la cosa ya no tiene arreglo. Hay que seguir adelante.

 

—Morris, ?desde dónde me llamas?

 

—Es un poco complicado de explicar —repuso él—. A ver, en realidad no estoy al teléfono. Sólo quería ayudarte a dar este paso.

 

—Grahame Coats —le dijo— ha resultado ser un estafador.

 

—Sí, mi amor —replicó Morris—. Pero ahora tienes que olvidarte de todo eso. Es hora de pasar página.

 

—Me atizó un golpe en la nuca —dijo ella—, y nos ha estado robando.

 

—Sólo son asuntos terrenales, mi amor —le dijo Morris, intentando reconfortarla—, ahora estás más allá del valle...

 

—Morris —continuó Maeve—, ese gusano hediondo ha intentado asesinar a tu esposa. Me parece que deberías mostrar un poquito más de interés.

 

—No seas así, mi amor. Sólo intento explicarte...

 

—?Sabes lo que te digo, Morris? Que si esa es la actitud que piensas adoptar, prefiero encargarme de este asunto yo sola. Lo que no pienso hacer es olvidarme de él, desde luego. Tú puedes hacer lo que quieras, al fin y al cabo, estás muerto. Tú ya no tienes que preocuparte de estas cosas.

 

—Tú también estás muerta, mi amor.

 

—ésa no es la cuestión —le espetó. Y a continuación—: ?Que estoy qué? —sin darle tiempo para responder, Maeve dijo—: Te he dicho que ha intentado matarme. No que lo haya conseguido.

 

—Eer —parecía que el difunto Morris Livingstone no sabía ya qué decir—. Maeve, cari?o. Sé que todo ha sido muy repentino y que probablemente sea un golpe difícil de encajar, pero la verdad es que...

 

El teléfono hizo ?biiip? y en el display apareció el icono que indicaba que se había quedado sin batería.

 

—No he podido oír eso último, Morris —dijo Maeve—. Creo que me estoy quedando sin batería.

 

—Tu móvil no tiene batería —respondió Morris—. No tienes móvil. No es más que una ilusión. Eso es lo que intento explicarte desde hace un rato, estás más allá del valle de cómo–se–llame, y ahora te estás transformando, ?caray, a ver cómo te lo explico!, es como lo de los gusanos y las mariposas, cari?o. Ya me entiendes.

 

—Orugas —le corrigió Maeve—. Creo que te refieres a las orugas y las mariposas.

 

—Eem... sí, eso —dijo la voz de Morris a través del móvil sin batería—, orugas. A eso me refería. Pero, entonces, ?en qué se transformaban los gusanos?

 

—No se transforman en nada, Morris —respondió Maeve, irritada—. Son gusanos y punto.

 

El móvil plateado hizo un ruidito, una especie de eructo mecánico, volvió a mostrar el icono de batería agotada y se apagó.

 

Maeve lo cerró y se lo volvió a meter en el bolsillo. Se fue hasta la pared más cercana y, a modo de prueba, la presionó con el dedo. La pared tenía un tacto viscoso y resbaladizo. Presionó un poco más fuerte y su mano atravesó la pared.

 

—Oh, no —exclamó, y lamentó, como tantas otras veces, no haber hecho caso a Morris, quien, después de todo, tenía que admitirlo, a estas alturas debía de saber mucho mejor que ella lo que era estar muerto. ?? Ah, en fin! —pensó—. Estar muerta debe de ser como todo en esta vida: vas aprendiendo lo que puedes sobre la marcha y ya con eso te haces tu composición de lugar.?

 

Salió por la puerta principal y, de repente, se le ocurrió probar a entrar en el edificio atravesando la pared que había al fondo del portal. Funcionó. Repitió la prueba una vez más y el resultado fue el mismo. Entonces, se fue hacia la agencia de viajes que ocupaba la planta baja del edificio y probó a atravesar el muro que daba al oeste.

 

Atravesó el muro y volvió a entrar en el portal, esta vez por el muro que daba al este. Era como estar en un decorado jugando a salirse del plano. En términos topográficos, aquel edificio parecía haberse convertido en su peque?o universo.

 

Subió de nuevo a la última planta a ver qué estaban haciendo aquellos detectives. Estaban mirando hacia el escritorio, observando los restos que había dejado Grahame Coats al hacer las maletas.

 

—Miren —dijo Maeve, solícita—, estoy en una habitación que hay detrás de la librería. Estoy ahí. Ellos no le hicieron ni caso.

 

La mujer se agachó y examinó el contenido de la papelera. —Premio —dijo, y sacó una camisa blanca con manchas de sangre seca. La metió en una bolsa de plástico. El hombre sacó un móvil.

 

—Mandad a la Científica —dijo.

 

Gordo Charlie veía ahora su celda más como un refugio que como una prisión. Para empezar, las celdas estaban situadas en el interior del edificio, muy lejos del alcance del pájaro más audaz. Y tampoco había por allí el menor rastro de su hermano. Ya no le importaba que en la celda número seis nunca pasara nada. Prefería mil veces nada que todos los algos con los que se había tropezado últimamente. Incluso prefería un mundo en el que no hubiera nada más que castillos, cucarachas y tipos que se llamaran K a un mundo lleno de pájaros que susurraban a coro su nombre.

 

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