Los Hijos de Anansi

El patio era un recinto al aire libre situado en mitad de las dependencias policiales que estaba rodeado de unos inmensos muros con un alambre de espino en lo alto. Gordo Charlie caminaba en círculos mientras decidía que, si había algo bajo lo que no le gustaba estar, era bajo custodia policial. A Gordo Charlie nunca le había gustado demasiado la policía, pero hasta ese momento, siempre había confiado en el orden natural de las cosas, había vivido con la convicción de que existía algo —en la época victoriana lo habrían denominado Providencia— que, en último término, garantizaba que el culpable recibiría su castigo y que el inocente sería puesto en libertad. Su fe se había ido a pique tras los últimos acontecimientos y, en su lugar, se había instalado la sospecha de que el resto de su vida se lo iba a pasar proclamando su inocencia ante una larga serie de implacables jueces y torturadores, muchos de los cuales tendrían el aspecto de Daisy, y de que, con toda probabilidad, al despertarse ma?ana en la celda seis, se iba a encontrar transformado en una gigantesca cucaracha. Sin duda alguna, había aterrizado en esa clase de universo cruel en el que la gente se transformaba en cucarachas...

 

Algo cayó del cielo y se posó sobre el alambre de espino. Gordo Charlie levantó la vista. Un mirlo le miraba fijamente con magnánima indiferencia. Se oyó el batir de otras alas, y al mirlo se unieron unos cuantos gorriones y otro pájaro que debía de ser un tordo, o eso le parecía a Gordo Charlie.

 

Le miraban fijamente; él los miró fijamente también.

 

Llegaron más pájaros.

 

A Gordo Charlie le habría resultado difícil decir en qué preciso momento aquella reunión de pájaros había pasado de ser un hecho interesante para convertirse en algo terrorífico.

 

Debió de ser más o menos cuando superaron el centenar. También tenía que ver con el hecho de que ninguno piaba, ni gorjeaba, ni trinaba, ni graznaba. Simplemente, se posaban sobre el alambre de espino y se quedaban mirándole fijamente.

 

—Largaos —dijo Gordo Charlie.

 

Todos a una, no se movieron de donde estaban. En lugar de eso, hablaron. Pronunciaron su nombre.

 

Gordo Charlie se fue hacia la puerta que había en un rincón del patio. La aporreó y dijo:

 

—Por favor... —y lo repitió unas cuantas veces. Luego, se puso a gritar—. ?Socorro!

 

Un estampido. La puerta se abrió, y un miembro de las fuerzas del orden al servicio de Su Majestad dijo:

 

—Más te vale que sea importante.

 

Gordo Charlie se?aló hacia arriba. No dijo nada. No hacía falta. La mandíbula inferior del guardia se descolgó y su boca se abrió de forma desmesurada. La madre de Gordo Charlie le habría dicho que cerrara la boca si no quería que se le llenara de moscas.

 

El alambre se combaba bajo el peso de miles de pájaros. Diminutos ojos aviares les observaban sin siquiera parpadear.

 

—?Copón bendito! —exclamó el guardia, y condujo a Gordo Charlie hasta su celda sin decir una sola palabra más.

 

Maeve Livingstone tenía el cuerpo dolorido. Estaba despatarrada en el suelo. Se despertó, tenía el cabello y la cara empapados y calientes; volvió a quedarse inconsciente, y la segunda vez que despertó, tenía el cabello y la cara pegajosos y fríos. So?aba y se despertaba, y luego volvía a so?ar y, al despertar, estaba suficientemente espabilada como para ser consciente del dolor que sentía en la nuca. Y entonces dejó que el sue?o la envolviera como una manta; en parte, porque era más fácil dejarse llevar y, en parte, porque mientras estaba dormida no sentía dolor.

 

En sus sue?os, caminaba por un plató de televisión buscando a Morris. De vez en cuando, lo veía aparecer por un instante en los monitores. Parecía preocupado. Ella intentaba encontrar la salida, pero fuera en la dirección que fuese, siempre acababa otra vez en el mismo plató.

 

?Tengo mucho frío?, pensó, y se dio cuenta de que volvía a estar despierta. No obstante, el dolor había remitido un poco. Dadas las circunstancias, pensó Maeve, se encontraba razonablemente bien.

 

Había algo que le irritaba, pero no sabía exactamente qué. Puede que fuera por algo relacionado con sus sue?os.

 

No sabía dónde estaba, pero estaba a oscuras. Le pareció que podía ser un armario de ésos en los que se guardan los útiles de limpieza, y tanteó con las manos para no tropezar con nada. Nerviosa, avanzó unos pasos con los brazos extendidos y los ojos cerrados y, luego, abrió los ojos. Reconoció la habitación. Era un despacho.

 

El despacho de Grahame Coats.

 

Entonces, lo recordó todo. Seguía un poco aturdida —aún no era capaz de pensar con claridad, sabía que no terminaría de despejarse hasta que no tomara el primer café de la ma?ana— pero, a pesar de todo, el recuerdo le vino a la memoria: la perfidia de Grahame Coats, su trapacería, su instinto criminal, su...

 

Y pensó: ??Por qué me atacó? Me golpeó?. Y luego, se le ocurrió: ?La policía. Tengo que llamar a la policía?.

 

Alargó el brazo hacia el teléfono que había encima del escritorio y levantó el auricular, o lo intentó, pero el teléfono parecía demasiado pesado, o escurridizo, o las dos cosas a la vez, y no lograba sujetarlo entre las manos. Los dedos no le respondían.

 

?Debo de estar más débil de lo que pensaba —concluyó Maeve—. Será mejor que les pida que avisen también a un médico.?

 

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