Ara?a se tiró de cabeza y fue a caer entre la espuma que se formaba al pie de la cascada, y un millar de flamencos se lanzaron tras él; muchos de ellos se desplomaron como piedras, pues esa clase de aves necesitan coger carrerilla para poder alzar el vuelo.
En unos minutos, no quedaban en la habitación más que los flamencos heridos o muertos: los que habían roto los cristales, los que se habían estrellado contra las paredes, los que habían sido aplastados por sus congéneres. Los que aún vivían, vieron cómo se abría la puerta de la habitación —aparentemente, por sí sola— y, a continuación, se volvía a cerrar. Pero no eran más que flamencos y, por tanto, apenas sacaron nada en conclusión.
Ara?a se quedó de pie en el pasillo del piso de Gordo Charlie, tratando de recobrar el aliento. Se concentró en hacer desaparecer su habitación, cosa que le daba cien patadas; en especial, porque se sentía muy orgulloso de su equipo de sonido, pero también porque era allí donde estaban todas sus cosas.
Pero las cosas se pueden reemplazar por otras.
Tratándose de Ara?a, bastaba con pedirlo.
La madre de Rosie no era muy dada a expresar en voz alta la satisfacción que sentía cuando por fin se demostraba que ella tenía razón, de modo que, cuando Rosie —sentada en el sofá de estilo chippendale—, se echó a llorar, su madre se contuvo para no prorrumpir en gritos de júbilo, ni cantar, ni ponerse a bailar el twist por toda la habitación. No obstante, a un buen observador no se le habría escapado aquel brillo triunfal que había en sus ojos.
Le trajo a Rosie un gran vaso de agua vitaminada con un cubito de hielo y escuchó su llorosa letanía de desamores y enga?os. Hacia el final del relato de Rosie, el brillo triunfal de sus ojos había sido reemplazado por una mirada de confusión, y la cabeza empezaba a darle vueltas.
—Así que, ?Gordo Charlie no era en realidad Gordo Charlie? —dijo la madre de Rosie.
—No. Bueno, sí. Gordo Charlie es Gordo Charlie, pero al que he estado viendo esta última semana ha sido a su hermano.
—?Es que son gemelos?
—No. Ni siquiera les encuentro un gran parecido. No lo sé. Estoy muy confusa.
—A ver, entonces, ?con cuál de los dos has roto?
Rosie se sonó la nariz.
—He roto con Ara?a. Así es como se llama el hermano de Gordo Charlie.
—Pero si con él no tenías ningún compromiso.
—No, pero yo creía que sí. Yo creía que era Gordo Charlie.
—O sea, que también has roto con Gordo Charlie.
—Más o menos. Sólo que aún no se lo he dicho.
—?Y él...? ?Sabía él algo de todo esto, de lo de su hermano? ?Pretendían hacer realidad alguna depravada fantasía a costa de mi pobre ni?a?
—No lo creo. Pero da igual. No puedo casarme con él.
—No —su madre le dio la razón—, por supuesto que no. Ni hablar.
Por dentro, mentalmente, la madre de Rosie se puso a dar saltos de alegría y lanzó unos enormes —pero muy elegantes— fuegos artificiales para celebrar su victoria.
—Te encontraremos un buen chico. Tú no te preocupes. Ese Gordo Charlie... Siempre ha ido por mal camino. Lo supe desde la primera vez que lo vi. Se comió mi manzana de cera. Sabía que acabaría trayendo problemas. ?Y dónde anda ahora?
—No estoy muy segura. Ara?a me dijo que creía que a lo mejor se lo había llevado la policía —dijo Rosie.
—?Aja! —replicó su madre, sus imaginarios fuegos artificiales eran comparables ahora a los que iluminan el cielo de Disneyworld el día de Nochevieja y, siempre mentalmente, sacrificó (tampoco había que exagerar) una docena de toros, todos ellos negros y perfectos. En voz alta, se limitó a decir—: Para mí que está en la cárcel. Que es exactamente donde debe estar. Siempre dije que ese joven acabaría en la cárcel.
Rosie se echó a llorar, más afligida que antes, si cabe. Sacó unos cuantos kleenex más y se sonó ruidosamente la nariz. Tragó saliva intentando sobreponerse. Luego, lloró todavía un poco más. Su madre le daba palmaditas en la espalda, consolándola lo mejor que sabía.
—Está claro que no puedes casarte con él —le dijo—, no puedes casarte con un convicto. Si está en la cárcel, puedes romper tu compromiso sin más. —El espectro de una sonrisa hechizó las comisuras de sus labios al proponerle—. Puedo ir yo a verle en tu lugar. O acercarme en un día de visita y decirle que es un impresentable, además de un delincuente, y que no quieres volver a verle nunca más. Seguro que podemos conseguir también que un juez dicte una orden de alejamiento —a?adió, solícita.
—N—no es por eso por lo que no puedo casarme con Gordo Charlie —dijo Rosie.
—?No? —preguntó su madre, alzando una ceja perfectamente perfilada.
—No —contestó Rosie—. No puedo casarme con Gordo Charlie porque no estoy enamorada de él.
—Pues claro que no. Yo lo he sabido todo el tiempo. No ha sido más que un capricho infantil, pero ahora estás viendo lo que de verdad...
—De quien estoy enamorada —continuó Rosie, sin escuchar a su madre— es de Ara?a. De su hermano.