Los Hijos de Anansi

—?Ves? —dijo Ara?a—. Te lo advertí.

 

Alguien aporreó la puerta principal, parecía tratarse de una urgencia. Gordo Charlie miró furioso a Ara?a, Ara?a miró furioso a Gordo Charlie y, lentamente, se pusieron en pie.

 

—?Quieres que vaya a abrir? —dijo Ara?a.

 

—No —respondió Gordo Charlie—, ésta es mi puta casa. Y yo bajaré a abrir mi puta puerta, muchas gracias.

 

—Lo que tú digas.

 

Gordo Charlie se dirigió a las escaleras. De pronto, se dio la vuelta.

 

—En cuanto despache esto —le dijo—, te voy a despachar a ti. Recoge tus cosas. Te largas de aquí.

 

Bajó por las escaleras remetiéndose la camisa por los pantalones, sacudiéndose el polvo y, en general, tratando de disimular que había estado rodando por el suelo los últimos diez minutos.

 

Abrió la puerta. Había dos policías grandes de uniforme y una más peque?a que venía de paisano y tenía un aire bastante más exótico.

 

—?Charles Nancy? —preguntó Daisy.

 

Le miraba como si no le conociera, era una mirada carente de cualquier expresión.

 

—Glup —dijo Gordo Charlie.

 

—Se?or Nancy —continuó—, está usted detenido. Tiene derecho a...

 

Gordo Charlie se volvió a mirar hacia adentro.

 

—?Hijo de puta! —gritó, mirando hacia la escalera—. ?Hijoputa hijoputa hijoputa hijoputa hijoputa!

 

Daisy le dio un golpecito en el hombro.

 

—?Es usted capaz de salir calladito? —le dijo sin levantar la voz—. Porque si no, vamos a tener que reducirle. Y no se lo aconsejo. A veces, cuando se trata de reducir a un detenido, se dejan llevar por la emoción.

 

—Saldré callado —dijo Gordo Charlie.

 

—Así me gusta —replicó Daisy. Condujo a Gordo Charlie hasta el furgón negro y lo encerró en la parte de atrás.

 

La policía registró la casa. Estaba vacía. Al fondo del pasillo había una habitación no muy grande en la que había varias cajas y coches de juguete. Echaron un vistazo, pero no encontraron nada interesante.

 

Ara?a se tumbó en el sofá, en su habitación, con cara de pocos amigos. Se había ido a su habitación en cuanto Gordo Charlie bajó a abrir la puerta. Necesitaba estar solo un rato. No le gustaban las peleas. Normalmente, cuando las cosas llegaban a ese punto, se marchaba, y Ara?a sabía que había llegado ya el momento de irse, pero seguía sin querer hacerlo.

 

No estaba muy seguro de que hubiera sido una buena idea mandar a Rosie a su casa.

 

Lo que de verdad quería —y Ara?a se movía únicamente porque quería, nunca porque debería, ni porque tendría que— era decirle a Rosie que la quería; él, Ara?a. Que no era Gordo Charlie. Que era muy diferente de él. Y que, en sí mismo, eso no tendría por qué ser un problema. Podría haberle dicho sin más, y con gran convicción: ?La verdad es que soy Ara?a, el hermano de Gordo Charlie, y a ti te parece bien. No te molesta en absoluto?, y el universo le habría dado un empujoncito de nada a Rosie, y ella lo habría aceptado, igual que se había marchado a casa un rato antes. Ella habría estado conforme. No le habría importado, ni un poquito.

 

Salvo que, y él lo sabía, en el fondo, sí le habría importado.

 

A los seres humanos no les gusta que los dioses les mangoneen. Puede parecer que sí, a simple vista, pero en el fondo, de alguna manera, lo notan, y no les gusta. Lo saben. Ara?a podía decirle que aceptara aquella situación, y ella lo haría, pero sería tan falso como si le pintaras una sonrisa en la cara; aunque ella creyera, a todos los efectos, que aquella sonrisa era la suya. A corto plazo (y hasta ese momento Ara?a siempre había pensado a corto plazo), nada de eso tendría la menor importancia, pero a la larga no le traería más que problemas. No quería tener a su lado una criatura furiosa, una mu?equita aparentemente sumisa y normal que, en lo más profundo de su ser, le odiaría con todas sus fuerzas. Quería a Rosie.

 

Y, de ese otro modo, dejaría de ser Rosie, ?no?

 

Ara?a contempló la magnífica cascada y el cielo tropical que se veían desde su ventana, y Ara?a empezó a preguntarse cuándo subiría Gordo Charlie a llamar a su puerta. Algo raro había pasado esta ma?ana en el restaurante, y estaba seguro de que su hermano sabía más de lo que había admitido saber.

 

Después de un rato se aburrió de esperar, y salió de su habitación. No había nadie en la casa. Todo estaba revuelto —parecía un registro profesional—. Ara?a llegó a la conclusión de que había sido el propio Gordo Charlie el que lo había puesto todo patas arriba para dejar bien claro lo mal que le había sentado que Ara?a hubiera ganado la pelea.

 

Miró por la ventana. Había un coche y un furgón de policía. Les vio marcharse.

 

Se preparó unas tostadas, las untó de mantequilla y se las comió. Luego, recorrió la casa y echó cuidadosamente todas las cortinas.

 

Sonó el timbre de la puerta. Ara?a terminó de correr todas las cortinas y bajó a abrir.

 

Era Rosie. Parecía un poco aturdida aún. Ara?a la miró.

 

—?Qué? ?Puedo pasar?

 

—Claro, pasa.

 

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