Rosie se fue derecha a las escaleras.
—?Qué ha pasado aquí? Cualquiera diría que ha habido un terremoto.
—?Sí?
—?Por qué tienes toda la casa a oscuras? —Y fue a abrir las cortinas.
—?No, no, deja eso! No las abras.
—?De qué tienes miedo? —preguntó Rosie.
Ara?a miró por la ventana.
—Los pájaros —dijo.
—Pero los pájaros son buenos —le dijo Rosie, como si estuviera dirigiéndose a un ni?o.
—Los pájaros —dijo Ara?a— son los últimos dinosaurios. Diminutos velocirraptores con alas. Devoradores de indefensos gusanitos, y de nueces, y de peces, incluso se comen a otros pájaros. Se comen a los gusanitos recién nacidos. ?Alguna vez has visto comer a un pollo? Puede que parezcan inofensivos, pero los pájaros son... bueno... perversos.
—El otro día, en las noticias —dijo Rosie—, oí que hablaban de un pájaro que le había salvado la vida a un hombre.
—Eso no quita para que...
—Era un cuervo, o un grajo. Uno de esos que son grandes y negros. El hombre estaba tumbado en el césped, en el jardín de su casa, en California. Estaba leyendo una revista y de repente empezó a oír graznidos, y vio que era un cuervo que intentaba llamar su atención. Entonces, se levantó y fue hasta el árbol en el que se había posado el cuervo, y allí, agazapado y al acecho, había un puma esperando el momento oportuno para atacarle. Así que se fue a su casa y se salvó. Si no hubiera sido por aquel cuervo, el puma se lo habría merendado.
—Dudo mucho de que un cuervo se comporte de ese modo —dijo Ara?a—, pero aun suponiendo que fuera verdad que un cuervo haya salvado la vida de un hombre, eso no tiene nada que ver con lo que me está pasando. Los pájaros siguen ahí fuera y van a por mí.
—Claro —dijo Rosie, tratando de disimular su sarcasmo—, los pájaros van a por ti.
—Sí.
—Y van a por ti porque...
—Hum.
—Algún motivo tendrán. ?O me vas a decir que todos los pájaros de todas las especies han decidido ir a por ti, como si fueras un gusanito enorme, porque, de repente, les ha dado por ahí?
—Me parece que no me crees —dijo Ara?a, y lo decía en serio.
—Charlie, siempre has sido muy sincero. Quiero decir que siempre he confiado en ti. Si tú me cuentas algo, yo haré todo lo posible por creerlo. Lo intentaré por todos los medios. Te quiero y creo en ti. Así que, ?por qué no me dejas averiguar si te creo o no?
Ara?a se quedó pensando. Luego, alargó el brazo para coger su mano y la apretó.
—Creo que debería ense?arte una cosa —dijo.
La llevó hacia el fondo del pasillo. Se detuvieron frente a la puerta del cuarto de los trastos de Gordo Charlie.
—Hay algo aquí, creo que con esto lo entenderás antes.
—?Eres un superhéroe —dijo ella— y me vas a ense?ar tu Baticueva?
—No.
—?Tiene que ver con alguna clase de perversión? ?Te gusta ponerte falda y un collar de perlas y que te llamen Dora?
—No.
—?Tampoco me vas a ense?ar... una maqueta con un tren eléctrico?
Ara?a abrió la puerta de la habitación de los trastos de Gordo Charlie y, al mismo tiempo, la de su propia habitación. Por los amplios ventanales del fondo se veía una cascada, que iba a parar a un lago salvaje, mucho más abajo. El cielo que se veía a través de las ventanas era de un azul tan intenso que parecía de zafiro.
Rosie dejó escapar un ruidito.
Se dio la vuelta y enfiló de nuevo el pasillo en dirección a la cocina. Miró por la ventana el cielo gris de Londres, pastoso e inhóspito. Volvió a la habitación del fondo.
—No entiendo nada —dijo—. Charlie, ?qué está pasando?
—No soy Charlie —le dijo Ara?a—. Mírame. Pero con mucha atención. Ni siquiera me parezco a él.
Rosie dejó de mirarle con ironía. Tenía los ojos muy abiertos y parecía asustada.
—Soy su hermano —dijo Ara?a—. Todo se ha ido al carajo por mi culpa. Todo. Creo que lo mejor que puedo hacer es salir de vuestras vidas cuanto antes y largarme de aquí.
—Y entonces, ?dónde está Gordo... dónde está Charlie?
—No lo sé. Nos peleamos. El bajó a abrir la puerta y yo me fui a mi habitación y, luego, desapareció. No he vuelto a verle.
—?Que desapareció? ?Y ni siquiera has intentado averiguar qué puede haberle pasado?
—Pues... Creo que es posible que se lo haya llevado la policía —dijo Ara?a—. No es más que una suposición. No lo sé seguro.
—?Cómo te llamas? —le preguntó.
—Ara?a.
Rosie lo repitió:
—Ara?a.
Por la ventana, sobre la espuma de la catarata, Rosie vio volar una bandada de flamencos, cuyas plumas rosas y blancas brillaban al sol. Eran majestuosos y había muchísimos; Rosie no había visto nada tan hermoso en toda su vida. Volvió a mirar a Ara?a y, viéndolo ahora, no podía comprender cómo era posible que hubiera podido creer que aquel hombre era Gordo Charlie. Gordo Charlie era tranquilo, abierto e inseguro, mientras que este hombre era como una vara de acero dispuesta a golpear.
—En realidad no eres él, ?verdad?