Los Hijos de Anansi

—?Perdón? —dijo la azafata.

 

—Estaba pensando —dijo Gordo Charlie—. En alto. Sólo, emm...

 

Pero ni aquel ridículo episodio pudo con su optimismo. Ni siquiera deseó que el avión se estrellara para no tener que soportar la vergüenza. La vida le sonreía, por fin.

 

Abrió el paquete de accesorios que le habían dado para hacerle más cómodo el vuelo, se puso el antifaz y reclinó el asiento hasta el tope, prácticamente en horizontal. Se puso a pensar en Rosie, aunque la imagen de Rosie que su mente evocaba no permanecía fija, continuamente se transformaba en una mujer menuda y más bien ligera de ropa. Gordo Charlie se sentía culpable, así que trató de imaginársela vestida. Fue aún peor, la veía vestida con un uniforme de policía. Se sentía terriblemente mal, se dijo, pero tampoco eso pareció surtir el más mínimo efecto. Debería sentirse avergonzado. Debería...

 

Gordo Charlie se acomodó en su asiento y dejó escapar un leve ronquido de satisfacción.

 

Seguía estando de un humor excelente cuando aterrizaron en Heathrow. Cogió el autobús que iba directo hasta Paddington y se alegró de comprobar que, durante el breve tiempo que había estado ausente, el sol se había decidido por fin a salir. ?A partir de ahora —se dijo—, todo, absolutamente todo, va a ser maravilloso.?

 

El único detalle fuera de tono que le estropeó aquella ma?ana tan perfecta, fue algo que ocurrió en el transcurso de su viaje en tren. Estaba mirando por la ventanilla y pensando que ojalá se le hubiera ocurrido comprar el periódico en el aeropuerto. El tren pasaba en ese momento por delante de un campo —seguramente el campo de juegos de algún colegio—, cuando el cielo se oscureció momentáneamente y, con un ruido de freno, el tren se detuvo.

 

Aquel incidente no alteró el buen humor de Gordo Charlie. Estaban en Inglaterra, en pleno oto?o: el sol era, por definición, un mero intervalo entre lluvias o nubes. Pero, afuera, junto a un grupo de árboles, había una figura humana.

 

A primera vista, le pareció un espantapájaros.

 

Qué estupidez. No podía ser un espantapájaros. Los espantapájaros se colocan en mitad de un sembrado, no en un campo de fútbol. Y, desde luego, a nadie se le ocurriría plantar un espantapájaros en el lindero de un bosque. En cualquier caso, si era un espantapájaros, mal servicio podía hacer en aquel lugar.

 

Y aun así, había cuervos por todas partes, grandes cuervos negros.

 

Y entonces, aquello se movió.

 

Estaba demasiado lejos como para distinguir algo más que su silueta, una figura delgada con una gabardina marrón y andrajosa. Pero incluso así, Gordo Charlie la reconoció. Sabía que, si hubiera podido acercarse un poco más, habría visto un rostro tallado en obsidiana, un cabello negro como ala de cuervo y unos ojos que conducían directamente a la locura.

 

Entonces el tren dio una sacudida y se puso en marcha, y, en cuestión de segundos, perdió de vista a la mujer de la gabardina marrón.

 

Gordo Charlie estaba inquieto. Ya casi había logrado convencerse de que lo que había pasado, lo que él creía que había pasado, en el comedor de la se?ora Dunwiddy no había sido más que una especie de alucinación, una horrible pesadilla, en cierto modo relacionada con algo real, pero no real en sentido estricto. Aquello no había sucedido realmente; más bien, era una representación simbólica de una verdad superior. Era imposible que se hubiera trasladado físicamente a un lugar real, y también era imposible que, efectivamente, hubiera cerrado ningún trato, ?o no?

 

Después de todo, no era más que una simple metáfora.

 

No se preguntó por qué estaba ahora tan seguro de que todo estaba a punto de cambiar para mejor. Había realidades y realidades, y unas cosas eran más reales que otras.

 

Cada vez más rápido, el tren se iba acercando a Londres.

 

Ara?a se había ido directamente a casa desde el restaurante griego, presionando el corte de la mejilla con la servilleta, y estaba ya a punto de llegar a su destino cuando alguien le tocó el hombro.

 

—?Charles? —dijo Rosie.

 

Ara?a dio un respingo o, al menos, se apartó y dejó escapar un grito de alarma.

 

—?Charles? ?Te encuentras bien? ?Qué te ha pasado en la cara?

 

Ara?a se quedó mirándola.

 

—?Eres tú de verdad?

 

—?Qué?

 

—?Eres Rosie?

 

—?Qué clase de pregunta es ésa? Pues claro que soy Rosie. ?Qué le ha pasado a tu cara?

 

Ara?a presionaba la servilleta sobre la herida.

 

—Me he cortado —dijo.

 

—?Me dejas que eche un vistazo? —Rosie apartó la mano de Ara?a. La servilleta tenía una mancha roja, como de sangre, pero su mejilla estaba intacta—. Si no tienes nada.

 

—Oh.

 

—Charles, ?estás bien?

 

—Sí —respondió—, estoy bien. O a lo mejor no. Creo que deberíamos ir a mi casa. Creo que allí estaremos seguros.

 

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