Grahame Coats le sonrió exactamente del mismo modo que una cobra a punto de atacar tiende a no hacer.
—Como lo oyes. Si acudes a la policía, yo lo negaré todo y contrataré a los mejores abogados. En el peor de los casos, tras un larguísimo proceso judicial, en el que yo me veré obligado a ensuciar el buen nombre de Morris tanto como me sea posible, me sentenciarán a no más de diez o doce a?os de cárcel. Con buen comportamiento, y pienso ser un prisionero modélico, podría salir en cinco. Dado que nuestro sistema carcelario está actualmente francamente desbordado, seguramente cumpliría condena en régimen abierto, cosa que no me supondría mayores trastornos. Por otro lado, te garantizo que si acudes a la policía jamás volverás a ver un solo penique del dinero de Morris. La otra opción es que mantengas la boca cerrada, cojas el dinero que te pertenece y mucho más, y a cambio, yo dispondré del tiempo necesario para... para hacer lo que debo hacer. Tú ya me entiendes.
Maeve se lo pensó un momento.
—Me encantaría ver cómo te pudres en la cárcel —dijo. Luego, suspiró y asintió—. De acuerdo, aceptaré el dinero. No quiero volver a verte ni saber nada de ti. En el futuro, yo misma gestionaré los royalties de Morris.
—Perfectupuesto. La caja fuerte está aquí mismo —le dijo.
La pared del fondo estaba ocupada por una librería llena de volúmenes encuadernados en piel: Dickens, Thackeray, Trollope y Austen. Ninguno parecía haber sido leído. Movió un libro y la estantería se desplazó dejando al descubierto una puerta camuflada en la pared.
Maeve se preguntó si tendría combinación, pero no, sólo había una cerradura, en la que Grahame Coats introdujo una enorme llave de bronce. La puerta se abrió de par en par.
Grahame Coats alargó un brazo y pulsó el interruptor de la luz. Era una habitación estrecha en cuyas paredes alguien no muy hábil había colocado unas baldas. Al fondo había un peque?o archivador a prueba de incendios.
—Puedes cogerlo en efectivo, en joyas, o mitad y mitad —le explicó sin rodeos—. Te aconsejo esta última opción. Aquí dentro hay un montón de joyas antiguas. Muy fáciles de transportar.
Abrió varias cajas fuertes y le fue mostrando lo que contenían. Había anillos, cadenas y medallones que relucían como el sol.
Maeve se quedó boquiabierta.
—Echa un vistazo —le dijo Grahame Coats, y ella se acercó y pasó por delante de él. Era una auténtica cueva del tesoro.
Cogió un medallón con su correspondiente cadena y lo contempló extasiada.
—Es una maravilla —exclamó—, esto debe de valer...
Se interrumpió al ver en la dorada superficie del medallón que algo se estaba moviendo a su espalda. Se volvió, evitando así que el martillo la golpeara de pleno en la nuca, tal como pretendía Grahame Coats, y logrando apartar la cara justo a tiempo.
—?Maldito cabrón! —exclamó, y le dio una patada. Maeve tenía buenas piernas y sabía cómo usarlas, pero estaba demasiado cerca de su atacante.
Maeve acertó a darle en plena espinilla y alargó el brazo para quitarle el arma de las manos. Grahame Coats la golpeó con el martillo que ella intentaba arrebatarle; esta vez acertó, y Maeve se tambaleó. Su mirada parecía desenfocada. él la golpeó de nuevo en mitad de la coronilla, y otra vez, y otra, y otra más, hasta que Maeve se desplomó.
Grahame Coats deseó tener una pistola. Una pistola era un arma eficaz, limpia. Con un silenciador, como en las películas. La verdad es que, si se le hubiera llegado a pasar por la cabeza que era posible que tuviera que matar a alguien en su despacho, habría estado bastante mejor preparado. Incluso, podría haber dejado a mano una peque?a cantidad de veneno. Eso sí que habría sido una buena idea. No habría hecho falta armar todo este numerito.
En la cabeza del martillo había restos de sangre y cabellos rubios. Lo dejó a un lado poniendo cara de asco y, a continuación, rodeó el cadáver de la mujer para recoger las cajas de seguridad que contenían las joyas. Las volcó sobre su escritorio y volvió a dejarlas en la cámara acorazada, de donde sacó un maletín repleto de dinero —en billetes de cien dólares y de quinientos euros— y un saquito de terciopelo negro prácticamente lleno de diamantes sin engarzar. Sacó también algunos documentos del archivador. Por último, pero —como él mismo habría se?alado— no por ello menos importante, sacó de la cámara acorazada el neceser en el que había guardado las dos billeteras y los dos pasaportes.
Entonces, cerró la gruesa puerta de acero, echó la llave y volvió a colocar la librería en su sitio.