Los Hijos de Anansi

—Pues debería caerle bien —dijo Ara?a—. Soy un tipo encantador. La gente convoca asambleas para hablar de lo encantador que soy. Tengo varios premios y una medalla que me concedieron en un peque?o país sudamericano como tributo a mi encanto personal y, en general, a lo increíblemente maravilloso que soy. Pero, lógicamente, no los llevo encima. Guardo esas medallas en el cajón de los calcetines.

 

La madre de Rosie hizo un gesto de desdén. No tenía idea de qué demonios estaba pasando, pero fuera lo que fuese, no le gustaba nada. Hasta ahora había tenido la impresión de que le tenía cogida la medida a Gordo Charlie. Posiblemente, admitió para sí, no había manejado bien aquella situación en el primer momento; seguramente, Rosie no se habría comprometido con Gordo Charlie tan alegremente si su madre no hubiera manifestado la opinión que le merecía de manera tan explícita. La madre de Rosie le había dicho a su hija que aquel hombre era un perdedor, pues era capaz de olfatear el miedo igual que un tiburón puede olfatear la sangre a varios kilómetros. Pero no había conseguido persuadir a Rosie para que le dejara y, ahora, su estrategia consistía en asumir la dirección de los preparativos de la boda, hacer que Gordo Charlie se sintiera lo más incómodo posible y regodearse repasando la estadística nacional de divorcios con una amplia sonrisa de satisfacción.

 

Algo muy extra?o estaba sucediendo ahora, y no le gustaba un pelo. Gordo Charlie había dejado de ser el tipo vulnerable de siempre. Aquella nueva criatura de ingenio tan agudo la tenía desconcertada.

 

A Ara?a, por su parte, la madre de Rosie le estaba haciendo trabajar.

 

La mayoría de la gente no se fija en sus semejantes. La madre de Rosie sí. No se le escapaba un detalle. En ese momento, bebía agua caliente a sorbitos en una taza de porcelana de color marfil. La mujer era consciente de que acababa de perder una escaramuza, aunque no habría sido capaz de explicar dónde había fallado ni de qué iba la batalla. Así que decidió pasar al siguiente asalto.

 

—Charles, querido —dijo—, háblame de tu prima Daisy. Creo que he dejado un poco de lado a tu familia a la hora de participar en la boda. ?Te gustaría que desempe?ara algún papel destacado en el cortejo nupcial?

 

—?Quién?

 

—Daisy —repitió dulcemente la madre de Rosie—, la jovencita que tuve ocasión de conocer el otro día, en tu casa. Aquella que andaba por allí en ropa interior. Si es que era tu prima, claro está.

 

—?Madre! Si Charlie dice que era su prima...

 

—Deja que hable él, Rosie —interrumpió su madre, y dio otro sorbito a su taza de agua caliente.

 

—Claro —dijo Ara?a—, Daisy.

 

Rebobinó hasta situarse en la noche en que su hermano y él habían compartido vino, mujeres y canciones: se había llevado a casa a la chica más guapa y divertida, después de convencerla de que la idea había partido de ella, y luego había necesitado su ayuda para subir al inconsciente y corpulento Gordo Charlie por las escaleras. Habiendo disfrutado ya de las atenciones de varias de las mujeres que les acompa?aban aquella noche, se había llevado a aquella chica tan menuda y simpática con ellos de igual modo que uno se echa al bolsillo una chocolatina de menta después de una cena pero, una vez en casa y después de haber aseado y acostado a Gordo Charlie, se dio cuenta de que ya no tenía hambre. Aquélla.

 

—Mi adorable prima Daisy —y continuó sin pausa alguna—. Seguro que le encantaría participar en la boda, si no tuviera que viajar en esas fechas. Se pasa el día viajando de aquí para allá, es funcionaría del Foreign Office, se encarga de llevar documentos confidenciales a las embajadas británicas en el extranjero. Un día está en Londres y al día siguiente en Murmansk, entregando algún importante informe altamente confidencial.

 

—?No tienes su dirección? ?O su número de teléfono?

 

—Podemos ir a buscarla, usted y yo juntos —repuso Ara?a—, siguiendo su rastro por todo el mundo. Ahora la ves, ahora no la ves.

 

—En ese caso —replicó la madre de Rosie en un tono que bien podía ser el mismo que utilizaba Alejandro Magno cuando ordenaba saquear una de esas peque?as aldeas persas—, debes invitarla la próxima vez que venga a pasar unos días por aquí. Me pareció una chica muy mona y encantadora, y estoy segura de que a Rosie le encantará conocerla.

 

—Sí —respondió Ara?a—, en efecto. Tengo que invitarla.

 

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Todas y cada una de las personas que han habitado, habitan o habitarán en este planeta tienen su propia canción. No es una canción escrita por otra persona. Es una canción con su propia melodía y su propia letra. Son pocos los que llegan a cantar su propia canción. La mayoría tememos que nuestra voz no le haga justicia, o que nuestras palabras sean demasiado tontas, o demasiado honestas, o demasiado raras. Así que la gente acaba viviendo las canciones de los demás en lugar de cantar la suya propia.

 

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