Los Hijos de Anansi

—?Qué hora es? —preguntó Gordo Charlie.

 

—Son casi las cinco de la ma?ana —respondió la se?ora Higgler. Se echó al coleto un buen trago de café—. Empezábamos a estar preocupadas. Será mejor que nos cuentes lo que ha pasado.

 

Gordo Charlie intentó hacer memoria. No era que aquello se hubiera evaporado, como pasa con los sue?os, más bien era como si aquella experiencia le hubiera ocurrido a otra persona, alguien que no era él, y tuviera que establecer contacto con aquella otra persona por medio de una suerte de ejercicio telepático sin precedentes. En su cabeza todo estaba manga por hombro, el recuerdo en technicolor de aquella tierra de Oz se iba fundiendo progresivamente y adaptándose a los tonos sepias de la realidad cotidiana.

 

—Había cuevas. Yo iba pidiendo ayuda. También había montones de animales. Animales que también eran humanos. Ninguno de ellos quería ayudarme. Todos le tenían miedo a mi padre. Pero al final una dijo que me ayudaría.

 

—?Una? —preguntó la se?ora Bustamonte.

 

—Había hombres y mujeres —explicó Gordo Charlie—. La que se ofreció a ayudarme era una mujer.

 

—?Sabes quién era? ?El Cocodrilo? ?La Hiena? ?La Rata?

 

él se encogió de hombros.

 

—Quizá me acordaría si no me hubieran pegado y no me hubieran arrojado agua a la cara, y no me hubieran puesto nada bajo la nariz. Después de eso, no es fácil conservar la memoria.

 

—?Recuerdas lo que te dije antes de emprender el viaje? ?Que no le dieras nada a nadie, a menos que te ofrecieran algo a cambio?

 

—Sí —respondió; en cierto modo, se sentía orgulloso de no haber caído en una trampa de esa clase—, sí. Había un mono que me pedía cosas todo el rato, y le dije que no. Oigan, me parece que necesito una copa.

 

La se?ora Bustamonte cogió de la mesa una copa de no se sabe qué.

 

—Ya imaginamos que necesitarías un trago. Colamos el jerez que había en la ensaladera. Puede que quede algún resto de hierba, pero no será más que una brizna.

 

Gordo Charlie tenía los pu?os apretados sobre sus piernas. Abrió la mano derecha para coger la copa que la anciana le ofrecía. Entonces se quedó quieto, con la mirada perdida.

 

—?Qué? —preguntó la se?ora Dunwiddy—. ?Qué te pasa?

 

En la palma de la mano tenía una cosa negra, estaba hecha un gurru?o y empapada de sudor, pero Gordo Charlie sabía lo que era: una pluma. Entonces, se acordó. Lo recordaba todo perfectamente.

 

—Era la Mujer Pájaro —dijo.

 

Empezaba a amanecer cuando Gordo Charlie se subió a la camioneta burdeos de la se?ora Higgler y ocupó el asiento del copiloto.

 

—?Tienes sue?o? —le preguntó.

 

—No mucho, la verdad. Pero me siento raro.

 

—?Adonde te llevo? ?A mi casa? ?A casa de tu padre? ?A un motel?

 

—No sé.

 

La se?ora Higgler arrancó el coche y lo sacó de allí.

 

—?Adónde vamos? —preguntó Gordo Charlie.

 

Ella no contestó. Sorbió un trago de café de su mega–taza y dijo:

 

—Puede que lo que hemos hecho esta noche salga bien, pero también puede que no. A veces es mejor que los asuntos de familia se resuelvan en familia. Tú y tu hermano os parecéis demasiado. Supongo que por eso os peleáis.

 

—Imagino que la expresión ?os parecéis demasiado? es una licencia idiomática que en realidad' significa ?os parecéis como un huevo a una casta?a?.

 

—No te pongas británico conmigo. Sé perfectamente lo que me digo. Tú y él estáis cortados por el mismo patrón. Recuerdo que tu padre me decía: ?Callyanne, mis dos chicos son tontos del...?, ya sabes, pero da igual cómo lo expresara, a lo que voy es a que se refería a los dos —de repente, algo se le vino a la cabeza—. Oye, cuando estuviste en ese sitio en el que viven los dioses, ?viste a tu padre?

 

—Creo que no. Si lo hubiera visto, me acordaría.

 

La se?ora Higgler asintió y siguió conduciendo en silencio.

 

Aparcó y se bajaron del coche.

 

Hacía frío en Florida al amanecer. El Parque Cementerio parecía sacado de una película: estaba cubierto por una leve bruma que daba la sensación de que los detalles se percibían con mayor nitidez. La se?ora Higgler abrió la puerta de la verja y entraron en el cementerio.

 

La tumba de su padre estaba ahora cubierta de césped y en la cabecera había una placa con un florero metálico incorporado en el que alguien había dejado una rosa de seda amarilla.

 

—Se?or, ten piedad del pecador que aquí yace —rezó fervorosamente la se?ora Higgler—. Amén, amén, amén.

 

Alguien les observaba: las dos grullas de cabeza roja que habían llamado la atención del Gordo Charlie en su primera visita les observaban sin dejar de mover la cabeza, como si fueran dos aristócratas de visita en una prisión.

 

—?Fus, fus! —dijo la se?ora Higgler. Pero no le hicieron ni caso.

 

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