—?Mono? —dijo—. ?Eres el Mono?
—?No tendrás un melocotón? —le preguntó el Mono—. ?O un mango? ?O, a lo mejor, un higo?
—Pues me temo que no —respondió Gordo Charlie.
—Dame algo de comer —le dijo el Mono— y yo seré tu amigo.
La se?ora Dunwiddy ya le había avisado. ?No le des nada a nadie —recordó—. No hagas promesas.?
—Me temo que no tengo nada que darte.
—?Quién eres tú? —le preguntó el mono—. ?Qué cosa eres? Pareces la mitad de algo. ?Eres de aquí o de allá?
—Anansi era mi padre —respondió Gordo Charlie—. Estoy buscando a alguien que pueda ayudarme con mi hermano, alguien que haga que se marche.
—Anansi podría enfurecerse —dijo el Mono—. Pésima idea. Anansi se enfurece y ya no apareces más en ningún cuento.
—Anansi está muerto —le dijo Gordo Charlie.
—Muerto allí–dijo el Mono—, puede. ?Muerto aquí? Eso son plátanos de otro racimo, muy diferente.
—?Quieres decir que podría estar aquí? —Gordo Charlie alzó la vista con más temor aún: la idea de que, en alguna de aquellas cuevas, pudiera llegar a ver a su padre meciéndose plácidamente en una mecedora, con su sombrero verde, bebiendo una lata de cerveza negra y ahogando un bostezo tras una mano enfundada en un guante amarillo limón, le resultaba de lo más inquietante.
—?Quién? ?Qué cosa?
—?Crees que él está aquí?
—?Quién?
—Mi padre.
—?Tu padre?
—Anansi.
Aterrorizado, el Mono se encaramó a una roca y aplastó su cuerpo contra ella mirando a todas partes, como si temiera que de un momento a otro se fuera a desatar un tornado.
—?Anansi? ?Está aquí?
—Eso es lo que yo pregunto —dijo Gordo Charlie.
El Mono dio una voltereta y se quedó colgando de sus pies, mirando fijamente a los ojos de Gordo Charlie con la cabeza al revés.
—Yo vuelvo al mundo de vez en cuando —afirmó—. Ellos dicen, Mono, sabio Mono, ven, ven. Ven a comerte estos melocotones que te hemos traído. Y nueces. Y manduca. Y estos higos.
—?Está aquí mi padre? —repitió Gordo Charlie, armándose de paciencia.
—El no tiene cueva —dijo el Mono—. Si la tuviera me habría enterado. Eso creo. A lo mejor tiene una cueva y yo lo he olvidado. Si me das un melocotón, me acordaré mejor.
—No tengo nada —le dijo Gordo Charlie.
—?No tienes melocotones?
—Nada, no tengo nada.
El Mono volvió a encaramarse a la roca y desapareció.
Gordo Charlie siguió caminando por el pedregoso sendero. El sol estaba más bajo, casi a la altura del sendero, ardía en brillantes llamas de intenso color naranja. Su luz ancestral iluminaba la entrada de las cuevas y permitía ver las que estaban ocupadas. Aquél debía de ser el Rinoceronte, con su piel grisácea, mirando hacia fuera con ojos miopes; allí, con la piel del mismo color que un le?o podrido embarrancado en aguas poco profundas, estaba también el Cocodrilo, con sus negros ojos, que parecían de cristal.
Gordo Charlie oyó un ruido a su espalda, era como el sonido de una piedra al chocar contra otra piedra, y se dio la vuelta como un resorte. El Mono le estaba mirando fijamente, sus nudillos rozaban la tierra del sendero.
—No tengo fruta, en serio —le dijo Gordo Charlie—. Si la tuviera, te daría algo.
El Mono dijo:
—Sentí lástima de ti. Es mejor que vuelvas a tu casa. Es una idea mala mala mala mala mala. ?Sí?
—No —replicó Gordo Charlie.
—Ah —suspiró el Mono—, vale. Vale vale vale vale.
Se quedó quieto y luego, de repente, se puso frenético: saltó por encima de Gordo Charlie y se detuvo delante de otra cueva que estaba un poco más allá.
—No entres ahí tú —gritó—. Sitio malo. —Y se?aló la entrada de la cueva.
—?Por qué no? —preguntó Gordo Charlie—. ?Quién hay ahí?
—Hay nadie ahí —dijo el Mono con aire satisfecho—. Por eso no es la que buscas tú, ?verdad?
—Al contrario —respondió Gordo Charlie—, es exactamente lo que busco.