Los Hijos de Anansi

El Mono se puso a dar saltos y gritos, pero Gordo Charlie siguió subiendo hasta llegar a la cueva deshabitada. El sol estaba completamente rojo y seguía descendiendo por el abismo del fin del mundo.

 

Caminando por el sendero que asciende por la ladera de las monta?as del principio del mundo (sólo son las monta?as del fin del mundo cuando uno viene del otro lado), tenía la impresión de que la realidad presentaba un lado insólito, como retorcido. Estas monta?as, junto con sus cuevas, están hechas de la misma materia que los cuentos primitivos (aquello ocurrió en un tiempo remoto, mucho antes de la aparición de la raza humana, claro está; ?de dónde habéis sacado esa idea de que fueron los hombres los primeros en contar cuentos?). Al salirse del camino para entrar en la cueva, Gordo Charlie tuvo la impresión de estar adentrándose en una realidad completamente ajena a la suya. La cueva era muy profunda; en el suelo había manchas blancas que parecían excrementos de pájaro. También había algunas plumas aquí y allá, y el cadáver de un pájaro tirado en el suelo, como un viejo plumero que alguien hubiera abandonado allí.

 

Al fondo de la cueva, la más absoluta oscuridad.

 

Gordo Charlie gritó:

 

—?Hola?

 

Sólo el eco le respondió: ?Hola hola hola hola?. Siguió avanzando. La oscuridad que reinaba en el interior de la cueva resultaba ahora casi palpable, como si tuviera una fina venda negra sobre los ojos. Caminaba despacio, paso a paso, con los brazos extendidos.

 

Algo se movió.

 

—?Hola?

 

Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, de modo que empezaba a distinguir alguna que otra forma. ?No es nada. Sólo plumas, eso es todo.? Dio un paso más y una ráfaga de aire levantó las plumas que había en el suelo de la cueva.

 

Algo revoloteó muy cerca de él y pasó a través de él; algo que parecía el batir de las alas de una paloma.

 

Un remolino. Notó que un poco de arena le saltaba a la cara y se le metía en los ojos. Gui?ó los ojos y retrocedió al notar un viento que parecía levantarse justo delante de él, armando una tormenta de polvo y plumas. Luego, el viento desapareció de forma igualmente repentina, y en el lugar en el que se había formado aquel remolino de plumas apareció una figura humana que le hacía se?as con una mano.

 

Hubiera querido retroceder, pero aquel ser había alargado la mano y lo tenía cogido por una manga. Lo agarraba con suavidad y tiraba hacia él...

 

Dio un paso hacia el interior de la cueva...

 

... y de repente se encontró al aire libre, en medio de una llanura cobriza y sin árboles, bajo un cielo del color de la leche cuando está cortada.

 

Los ojos varían de una criatura a otra. Los ojos de los seres humanos (a diferencia de los que poseen, por ejemplo, los gatos, o los pulpos) sólo pueden percibir una única versión de la realidad. Gordo Charlie veía ahora una cosa con sus ojos y, al mismo tiempo, en su mente, veía otra distinta. Y en el espacio que quedaba entre ambas, acechaba la locura. Sentía que un incontrolable pánico empezaba a crecer dentro de él. Tomó aire y aguantó la respiración mientras el corazón latía desbocado dentro de su pecho. Se obligó a hacer caso de lo que le mostraban sus ojos y no de lo que veía en su mente.

 

De este modo, comprendió que estaba viendo un pájaro, un pájaro de aterradora mirada, con el plumaje raído, más grande que un águila, más alto que un avestruz; su mortífero pico estaba dise?ado para desgarrar la carne de su presa, como el de las rapaces; el plumaje de color gris pizarra estaba cubierto de una brillante película de grasa que producía un efecto irisado, un oscuro arco iris de violetas y verdes. Gordo Charlie comprendió todo esto tan sólo por un segundo y únicamente en alguna remota zona de su mente. Lo que veían sus ojos era una mujer de cabellos tan negros como el ala de un cuervo en el mismo lugar que ocupaba en su mente la imagen del pájaro. No era joven, ni tampoco vieja, y su rostro parecía haber sido tallado en obsidiana allá por la noche de los tiempos, cuando el mundo era joven.

 

La mujer le observaba, inmóvil. Las nubes enturbiaban aquel extra?o cielo del color de la leche cuando se vuelve agria.

 

—Soy Charlie —dijo Gordo Charlie—. Charlie Nancy. Algunos, bueno, la mayoría de la gente me llama Gordo Charlie. Puedes llamarme así, si quieres.

 

No hubo respuesta.

 

—Anansi era mi padre.

 

Nada. No movió un solo músculo, ni siquiera respiraba.

 

—Quiero que me ayudes a hacer que mi hermano desaparezca de mi vida.

 

La mujer inclinó a un lado la cabeza al oír esto último. Aquello bastó para hacerle saber que escuchaba y que estaba viva.

 

—No puedo hacerlo yo solo. Tiene poderes mágicos o lo que sea. Hablé con una ara?a y, de repente, mi hermano se presentó en mi casa. Ahora no consigo deshacerme de él.

 

La mujer habló por fin, y su voz era áspera y profunda, como la de un cuervo.

 

—?Y qué es lo que quieres de mí?

 

—?Que me ayudes? —aventuró.

 

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