Los Hijos de Anansi

Gordo Charlie siguió su camino.

 

En la siguiente cueva encontró a un hombre vestido con un flamante traje verde y un gorro de punta adornado con la piel de una serpiente. Llevaba unas botas de piel de serpiente y un cinturón también a juego. Cuando Gordo Charlie pasó por delante de él, emitió un sonido sibilante.

 

—Sigue tu camino, hijo de Anansi —le dijo la Serpiente, cuya voz era como un cascabel lleno de arena—. Tu maldita familia sólo trae problemas. No pienso mezclarme en vuestras trifulcas.

 

La mujer que había en la siguiente cueva era muy hermosa: sus ojos eran dos negras gotas de petróleo y tenía unos bigotes blanquísimos, como los de un felino. Tenía dos filas de mamas a lo largo del pecho.

 

—Yo conocí a tu padre —le dijo— hace ya mucho tiempo. Huy. —Movió la cabeza de un lado al otro al rememorar aquello, y Gordo Charlie se sintió como si hubiera leído la correspondencia privada de otro. La mujer le tiró un beso, pero negó con la cabeza cuando él hizo intención de acercarse.

 

Siguió caminando. Un árbol muerto le salió al paso, sus grises ramas parecían un montón de huesos viejos. Las sombras se iban haciendo cada vez más largas a medida que el sol descendía lentamente en aquel cielo infinito, más allá del lugar en que el abismo se hundía en los confines del mundo; el sol era un monstruoso globo de color naranja dorado y, más abajo, las blancas nubes empezaban a adquirir suaves matices de oro y púrpura.

 

?Bajaron los asirios como al redil el lobo —pensó Gordo Charlie recordando aquel verso que debía de llevar largos a?os olvidado en su memoria—. Y brillaban sus cohortes con el oro y la púrpura.? Intentó recordar lo que era una ?cohorte?, pero no pudo. Debía de ser un carro o algo parecido, decidió.

 

Algo se movió, algo que estaba junto a su codo y, entonces, se dio cuenta de que eso que había visto bajo el árbol, y había confundido con una piedra, era en realidad un hombre. Su piel era del color de la arena y tenía la espalda llena de manchas, como un leopardo. Sus cabellos eran negros y largos. Le sonrió, dejando a la vista unos dientes que a Gordo Charlie le recordaron a los de un gato enorme. Sólo sonrió un momento, y no fue una sonrisa cálida, ni amistosa, ni tampoco irónica.

 

—Soy el Tigre —le dijo—. Tu padre me maltrató y me insultó de cien maneras diferentes. El Tigre no lo olvida.

 

—Lo siento —dijo Gordo Charlie.

 

—Te acompa?aré un rato —dijo el Tigre—. ?Y dices que Anansi ha muerto?

 

—Sí.

 

—Vaya. Vaya, vaya. Fueron tantas las veces que me hizo quedar como un idiota... Hubo un tiempo en el que todas las cosas me pertenecían; las leyendas, las estrellas... todo. él me las fue robando una por una. Quizá ahora que él ha muerto, la gente dejará de contar sus malditas leyendas. Y dejarán de reírse a mi costa de una vez por todas.

 

—Seguro que sí —dijo Gordo Charlie—. Yo nunca me he reído de ti.

 

Un destello hizo brillar los ojos del Tigre, que eran como dos esmeraldas.

 

—La sangre es la sangre —dijo—. Y todo aquel que desciende de la sangre de Anansi es Anansi.

 

—Yo no soy mi padre —protestó Gordo Charlie.

 

El Tigre mostró sus dientes. Eran dientes muy afilados.

 

—No vayas por ahí haciendo reír a la gente —le explicó el Tigre—. Ahí fuera, el mundo es grande y serio; no hay motivos para reír. Bajo ningún concepto. Debes ense?ar a los ni?os a tener miedo, debes ense?arles a temblar. A ser crueles. A ser el peligro que acecha en la oscuridad. A ocultarse en las sombras y luego saltar, o dejarse caer sobre cualquiera que se cruce en su camino y matarle. Matarle siempre. ?Sabes cuál es el verdadero sentido de la vida?

 

—Esto... —dijo Gordo Charlie—. ?Amarnos los unos a los otros?

 

—El sentido de la vida es sentir en la lengua el calor de la sangre de tu presa, la carne que se te queda entre los dientes, el cadáver de tu enemigo yaciendo al sol a la espera de que los carro?eros terminen el trabajo. Eso es la vida. Yo soy el Tigre, y siempre he sido más fuerte que Anansi, más grande, más peligroso, más poderoso, más cruel, más sabio...

 

Gordo Charlie no quería estar en su propio pellejo en ese momento, hablando con el Tigre. El problema no era que el Tigre estuviera loco; el problema era que creía sinceramente en lo que afirmaba, y todo cuanto afirmaba era invariablemente desagradable. Además, a Gordo Charlie el Tigre le recordaba mucho a alguien y, aunque no conseguía recordar a quién, estaba seguro de que la persona en cuestión tampoco le agradaba.

 

—?Me ayudarás a deshacerme de mi hermano?

 

El Tigre se puso a toser, como si se hubiera atragantado con una pluma —o con un mirlo entero, quizá.

 

—?Quieres que te traiga un poco de agua? —le preguntó Gordo Charlie.

 

El Tigre le miró con aire suspicaz.

 

—La última vez que Anansi se ofreció a traerme agua, acabé intentando tragarme la luna reflejada en un lago y me ahogué.

 

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