—Ah —respondió la se?ora Higgler—. Ssh —y llamó al timbre.
Aquello parecía la escena primera de Macbeth, pensaba Gordo Charlie, una hora más tarde; de hecho, si las brujas de Macbeth hubieran sido cuatro menudas ancianas y si, en lugar de encorvarse sobre sus calderos y recitar macabros conjuros, se hubieran limitado a recibir amablemente a Macbeth y le hubieran servido pavo asado con arroz y guisantes en platos de porcelana blanca sobre un mantel de hule a cuadros rojos y blancos —por no mencionar también el pastel de boniato y el repollo picante— y si le hubieran animado a repetir por segunda y por tercera vez, y a continuación, cuando Macbeth hubiera dicho basta, le hubieran obligado a seguir comiendo casi hasta reventar, y cuando él hubiera jurado solemnemente que ya no podía comer un bocado más, las brujas le hubieran seguido presionando para que probara su pastel de arroz y le hubieran servido también una generosa porción del famoso bizcocho de pi?a al revés de la se?ora Bustamonte, entonces, aquella escena habría sido clavadita a la escena de las brujas de Macbeth.
—Bueno —dijo la se?ora Dunwiddy, mientras se quitaba una miguita de bizcocho de pi?a al revés que se le había quedado en la comisura de los labios—, ya me han dicho que tu hermano ha ido a hacerte una visita.
—Sí, le mandé recado con una ara?a. Supongo que, en el fondo, la culpa es mía. Jamás se me ocurrió que aquello pudiera ser serio.
Alrededor de la mesa, se levantó un coro de bahs y quiás y pstás, y la se?ora Higgler, la se?ora Dunwiddy, la se?ora Bustamonte y la se?ora Noles chasquearon la lengua y movieron la cabeza de un lado a otro.
—él siempre decía que, de los dos, tú eras el tonto —dijo la se?ora Noles—. Me refiero a tu padre, claro. Y yo que creía que se equivocaba.
—?Y cómo iba yo a saberlo? —protestó Gordo Charlie—. Mis padres nunca me dijeron: ?Por cierto, hijo, tienes un hermano del que nunca te hemos hablado. Pídele que te haga una visita y hará que la policía te investigue, se acostará con tu novia y no sólo se mudará a tu casa, sino que se traerá su propia mansión y la instalará en tu cuarto trastero. Y, además, te lavará el cerebro y te hará pasar una tarde entera en el cine y, luego, toda la noche dando vueltas intentando volver a tu casa y...?.
Gordo Charlie hizo una pausa al ver la forma en la que le miraban.
Hubo una ronda de suspiros alrededor de la mesa; desde la se?ora Higgler, pasando por la se?ora Noles y la se?ora Bustamonte, y hasta la se?ora Dunwiddy. Resultaba algo inquietante y sobrenatural, pero la se?ora Bustamonte rompió el efecto con un eructo.
—?Y qué es lo que quieres? —le preguntó la se?ora Dunwiddy—. Dinos qué es lo que quieres.
Gordo Charlie se quedó pensando qué era lo que quería exactamente, allí sentado, en el peque?o comedor de la se?ora Dunwiddy. Afuera, la luz iba perdiendo claridad a medida que caía la tarde.
—Ha convertido mi vida en una pesadilla —dijo Gordo Charlie—. Lo que quiero es que se vaya. ?Pueden ustedes hacer que se vaya?
Las tres ancianas más jóvenes no respondieron. Se limitaron a mirar a la se?ora Dunwiddy.
—En realidad no podemos hacer que se vaya —contestó la se?ora Dunwiddy—. Ya en otra ocasión... —dejó la frase sin terminar y continuó—: En fin, por nuestra parte, ya hemos hecho todo lo que podíamos, ?entiendes?
En honor a la verdad, hay que decir que Gordo Charlie logró sobreponerse y no se echó a llorar, ni se lamentó ni se vino abajo como un frágil soufflé, que era en realidad lo que el cuerpo le pedía en aquel momento. Se limitó a asentir.
—Bien, en ese caso —dijo— siento haberlas molestado. Gracias por la cena.
—No podemos hacer que se vaya —dijo la se?ora Dunwiddy, cuyos viejos ojos casta?os parecían casi negros tras sus cristales de culo de vaso—, pero podemos ponerte en contacto con alguien que sí puede hacerlo.
Empezaba a anochecer en Florida, así que, en Londres, la noche estaba ya bien entrada. En la amplia cama de Rosie, que Gordo Charlie no había probado jamás, Ara?a se estremeció.
Rosie se acurrucó a su lado, piel contra piel.
—Charles —dijo—, ?estás bien?
Notaba que la carne se le había puesto de gallina.
—Perfectamente —respondió Ara?a—, de repente he tenido una sensación extra?a.
—Un escalofrío pasajero, como un mal presentimiento que se te cruza de repente por la cabeza sin saber por qué. A veces pasa —dijo Rosie.
él la estrechó contra sí y la besó.
Y Daisy estaba sentada en la peque?a sala de estar que compartía con su compa?era de piso en Hendon. Llevaba puestos un camisón de color verde esmeralda y unas chillonas zapatillas rosas de andar por casa. Estaba sentada frente al ordenador, moviendo la cabeza de un lado a otro y haciendo clic con el ratón.