—La última vez que hablé contigo —le recordó Maeve— estabas renovando el sistema informático.
—Sí, Maeve, ni me lo recuerdes, prefiero no tocar ese tema. Como dicen algunos... errar es humano... pero para organizar una verdadera catástrofe se necesita un ordenador. O algo parecido. Revisaré las cuentas a conciencia, a mano, si es necesario, como se ha hecho toda la vida, y te haré llegar tu dinero a la mayor brevedad posible. Así lo habría querido Morris.
—El director de mi sucursal dice que, sólo para no tener que empezar a devolver mis cheques, debo ingresar en mi cuenta diez mil libras, y que debo hacerlo de inmediato.
—Tendrás esas diez mil libras. Estoy haciéndote un cheque en este mismo momento. —Dibujó un círculo en una nota de papel y luego le puso un rabito. Se parecía remotamente a una manzana.
—Te lo agradezco mucho —dijo Maeve, y Grahame Coats se felicitó una vez más por ser tan astuto—. Espero no estar causándote demasiadas molestias.
—Tú nunca molestas —respondió Grahame Coats—, de verdad, ni lo pienses siquiera.
Colgó el teléfono. Lo más gracioso del asunto, pensaba Grahame Coats, era que el personaje que había interpretado Morris toda su vida era el del típico cazurro de Yorkshire que tiene a gala controlar hasta el último penique que sale de su bolsillo.
Había hecho un trabajo fino con Morris, pensó Grahame Coats mientras le pintaba ojos y orejas a su manzana. Ahora, decidió, se parecía más a un gato. Ya no quedaba mucho para que llegara el momento de dejar de exprimir a famosillos malcriados y pudiera tumbarse al sol, al borde de una piscina, comiendo a cuerpo de rey, bebiendo sólo los mejores vinos y, a ser posible, disfrutando ilimitadamente de los placeres del sexo oral. A Grahame Coats no le cabía la menor duda de que, en esta vida, la felicidad se puede comprar, siempre que uno tenga el dinero suficiente.
Le pintó una boca al gato y la llenó de afilados dientes, de suerte que ahora parecía un puma. Siguió dibujando mientras cantaba con su atiplada voz de tenor:
Cuando yo era joven, mi papá me decía:
qué bonita mariquita, tiene alas y puntitos.
Pero al hacerme mayor, todas las chicas decían:
qué bonita mariquita, pero vete bien lejitos...
Morris Livingstone había pagado el ático que Grahame Coats se había comprado en Copacabana y también la piscina que se había hecho construir en la isla de Saint Andrews, de modo que, no os quepa la menor duda, Grahame Coats le estaba muy agradecido.
Qué bonita mariquita, pero vete bien lejitoooos.
Ara?a se sentía raro.
Algo le estaba pasando: era una sensación extra?a, que estaba invadiendo su vida como una neblina, y que le estaba amargando el día. No conseguía identificar exactamente lo que era y, desde luego, tampoco le gustaba.
Pero lo que no sentía en absoluto era culpabilidad. Por la simple razón de que ése era un sentimiento que no había experimentado jamás. Se sentía de maravilla. Ara?a estaba de puta madre. No se sentía culpable. No se habría sentido culpable ni aunque le hubieran pillado in fraganti mientras atracaba un banco.
Pero, aun así, sentía a su alrededor una leve miasma que le provocaba cierta desazón.
Hasta ese momento, Ara?a había creído que los dioses eran diferentes: no tenían conciencia, ni falta que les hacía. El modo en que un dios se relacionaba con el mundo, con cualquiera de los mundos posibles, era tan emocional como el de alguien que juega con una consola conociendo bien los entresijos del juego y sabiendo cómo hacerle trampas a la máquina para ganar todas las partidas.
Ara?a vivía para divertirse. Exclusivamente para eso. Divertirse era lo único que le importaba. No habría sabido reconocer un sentimiento de culpa ni aunque tuviera una enciclopedia en la que viniera explicado con todo lujo de detalles y muchos diagramas en color. No es que fuera un irresponsable, más bien no estuvo presente el día que repartieron la cualidad de la responsabilidad. Pero algo había cambiado —en su interior o en el exterior, eso no lo tenía muy claro— y, fuera lo que fuese, le molestaba. Se sirvió otra copa. Movió la mano en el aire y subió el volumen de la música. Cambió la música de Miles Davis por la de James Brown. Tampoco la música le hizo sentirse mejor.
Se tumbó en la hamaca, bajo un sol tropical, a escuchar aquella música, repitiéndose una y otra vez lo fantástico que era estar en su pellejo... y, por primera vez en su vida, inexplicablemente, ni siquiera eso le bastó.
Se levantó de la hamaca y caminó desganado hacia la puerta.
—?Gordo Charlie?
No obtuvo respuesta. La casa parecía estar desierta. Por las ventanas, se veía un día gris y lluvioso. En aquel momento, le gustó ver caer la lluvia. Parecía más en consonancia con su estado de ánimo.
Melodioso y a la vez estridente, sonó el timbre del teléfono. Ara?a fue a cogerlo.
—?Eres tú? —preguntó Rosie, al otro lado del hilo.
—Hola, Rosie.