Los Hijos de Anansi

Ara?a se dirigió a la habitación del fondo y abrió la puerta. Una dorada luz tropical inundó el pasillo por unos segundos y, a continuación, la puerta se cerró.

 

Gordo Charlie se lavó la cabeza con agua fría. Se cepilló los dientes. Revolvió en el cesto de la ropa sucia hasta sacar unos vaqueros y una camiseta que habían ido a parar al fondo del todo y, por tanto, parecían razonablemente limpios. Se vistió, se puso un jersey morado que tenía un osito en el pecho; un regalo de su madre que no se había puesto jamás, pero del que tampoco había tenido valor para deshacerse.

 

Se dirigió al fondo del pasillo.

 

Una melodía se colaba a través de la puerta cerrada, había un tambor y un contrabajo: dum–chaka–dum.

 

Gordo Charlie intentó hacer girar el pomo. Ara?a había echado el pestillo.

 

—Como no abras inmediatamente esta puerta —gritó—, la echo abajo de una patada.

 

La puerta se abrió antes de que terminara de pronunciar su amenaza. Gordo Charlie se asomó y vio que la habitación había recuperado su aspecto normal. Allí estaban otra vez sus cajas. Por la ventana, no se veía más que la casa de enfrente —más que verla, tuvo que adivinarla, porque afuera estaba cayendo el diluvio.

 

A pesar de todo, seguía oyendo la misma música. Era como si alguien, justo en la habitación de al lado, tuviera el volumen a todo trapo: toda la habitación vibraba al compás de un lejano dum–chaka–dum.

 

—Muy bien —dijo Gordo Charlie como si le estuviera hablando a otra persona—. Supongo que eres consciente de que esto es una declaración de guerra.

 

Aquél era el grito de guerra del Conejo cuando se veía arrastrado a una situación extrema. En algunos lugares, la gente cree que Anansi era un conejo burlón. Ni que decir tiene que tal creencia es errónea: Anansi era una ara?a. Probablemente os resulte inconcebible que alguien pueda confundir a dos animales tan dispares, pero os aseguro que la confusión es más habitual de lo que imagináis.

 

Gordo Charlie se fue a su habitación. Sacó su pasaporte del cajón de la mesilla de noche y, a continuación, se fue al cuarto de ba?o a por su cartera.

 

Se fue andando bajo la lluvia hasta la carretera principal y paró un taxi.

 

—?Adónde?

 

—A Heathrow —respondió Gordo Charlie.

 

—Muy bien —dijo el taxista—. ?A qué terminal?

 

—Ni idea —replicó Gordo Charlie, consciente de que, en realidad, debería saberlo. Después de todo, no habían pasado más que unos días—. ?De dónde salen los vuelos para Florida?

 

Cuando Grahame Coats empezó a planear su huida de la agencia que llevaba su nombre, John Major era aún el Primer Ministro. Lo bueno no dura siempre, qué se le va a hacer. Tarde o temprano —como el propio Grahame Coats os habría explicado con sumo placer—, incluso si tu gallina pone huevos de oro, no tendrás más remedio que echarla al puchero. Aunque lo tenía todo muy bien planeado (nunca se sabe si tendrás que salir corriendo de un día para otro) y era consciente de que los acontecimientos empezaban a agolparse de forma ominosa, como cuando los nubarrones empiezan a acumularse en el horizonte, quería aplazar el momento de huir todo cuanto le fuera posible.

 

Lo más importante, y así lo había decidido ya mucho tiempo antes, era no salir corriendo, sino evaporarse, desvanecerse, desaparecer sin dejar rastro.

 

En el interior de su cámara de seguridad —una habitación secreta y acorazada que se había hecho construir dentro de su propio despacho, y de la que se sentía tremendamente orgulloso—, en un estante que él mismo había colocado, y que había tenido que volver a colocar en su sitio recientemente (pues se había caído), guardaba un neceser de cuero que contenía dos pasaportes: uno a nombre de Basil Finnegan y el otro a nombre de Roger Bronstein. Ambos habían nacido unos cincuenta a?os antes, más o menos en la misma época que Grahame Coats, pero daba la casualidad de que tanto Basil como Roger habían muerto antes de cumplir su primer a?o de vida. El rostro que aparecía en las fotografías de los dos pasaportes era el de Grahame Coats. Además, el neceser contenía dos billeteras: en una, las tarjetas de crédito y el carné estaban a nombre de Basil Finnegan, mientras que en la otra, el nombre que figuraba tanto en el carné como en las tarjetas era el de Roger Bronstein. También se había encargado de hacer los trámites necesarios para poder operar bajo cualquiera de las dos identidades con las cuentas que tenía en las Islas Caimán y cuyos fondos estaban siendo desviados, a su vez, a diferentes cuentas en las Islas Vírgenes, Suiza y Licchtenstein.

 

Grahame Coats tenía planeado irse para siempre el día que cumpliera los cincuenta, para lo cual le quedaba poco más de un a?o. Pero ahora andaba dándole vueltas al asunto de Gordo Charlie.

 

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