Empezaban a dolerle los pies. Le sonaban las tripas —más que sonar, rugían—. Estaba cabreado como una mona y, cuanto más andaba, más se cabreaba.
El cabreo le despejó la mente. Las telara?as que enredaban sus ideas empezaban a evaporarse; la intrincada red de calles por la que deambulaba empezaba a simplificarse. Dobló al llegar a la esquina y salió, por fin, a la carretera, justo a la altura del New Jersey Fried Chicken, que permanecía abierto toda la noche. Pidió un menú familiar, se sentó a una de las mesas y se comió hasta el último bocado sin que ningún miembro de su familia tuviera que ayudarle. Una vez hubo terminado, salió a la calle y se quedó esperando en la acera. Divisó un taxi con la luz encendida, lo cual indicaba que estaba libre. Salió a la calzada y lo paró. El coche se detuvo justo delante de él y el taxista bajó la ventanilla.
—?Adónde va?
—A Maxwell Gardens —respondió Gordo Charlie.
—?Está de broma? —le espetó el taxista—. Está usted a dos pasos.
—?Le importaría acercarme? Le daré una buena propina, cinco libras, en serio.
El taxista respiró profunda y ruidosamente por entre los dientes apretados: era la clase de ruido que hace un mecánico antes de preguntarte si le tienes un cari?o especial al motor de tu coche.
—Usted verá —dijo el taxista—. Suba.
Gordo Charlie se subió al taxi. El taxista se puso en marcha, esperó a que cambiara el semáforo y dobló la esquina.
—?Adónde me dijo que íbamos? —preguntó.
—A Maxwell Gardens —respondió Gordo Charlie—, al número 34. Justo al lado de la bodega.
Llevaba la misma ropa del día anterior y deseó haber podido cambiarse. Su madre siempre le decía que llevara ropa interior limpia, por si le atropellaba un coche, y que se cepillara los dientes, por si necesitaban identificarle por su historial odontológico.
—Ya sé dónde dice —dijo el taxista—, está justo antes de salir a Park Crescent.
—Eso es —respondió Gordo Charlie. Se estaba quedando dormido en el asiento trasero.
—Debo de haberme equivocado de esquina —dijo el taxista. Parecía irritado—. Apagaré el taxímetro, ?vale? Lo dejamos en cinco libras.
—Perfecto —replicó Gordo Charlie, poniéndose cómodo en el asiento de atrás, y se durmió.
El taxi siguió dando vueltas toda la noche tratando de llegar a la vuelta de la esquina.
La agente detective Day, que había sido trasladada por un periodo de un a?o a la Brigada de Investigación de Delitos Monetarios, llegó a las oficinas de la Agencia Grahame Coats a las 9:30 de la ma?ana. Grahame Coats la estaba esperando ya en recepción, y la acompa?ó hasta su despacho.
—?Le apetece un café? ?Té?
—No, gracias. Estoy bien así. —Sacó un cuaderno, se sentó y le miró en actitud expectante.
—Bien, le ruego encarecidamente que lleve a cabo su investigación con la mayor discreción posible. La Agencia Grahame Coats se ha labrado una buena reputación a base de honestidad y transparencia. Para esta empresa, el dinero de sus clientes es sagrado. Debo decir que, al principio, cuando me asaltaron las primeras sospechas sobre Charles Nancy, las descarté inmediatamente porque no me parecía correcto sospechar de un trabajador tan eficiente. Si me hubiera preguntado hace una semana qué opinión me merecía Charles Nancy, lo habría calificado de empleado modélico.
—Sin duda. Y bien, ?cuándo descubrió usted que alguien podía estar desviando dinero de las cuentas de sus clientes?
—Bueno, en realidad aún no estoy completamente seguro de si eso es realmente así. No quiero pensar mal de nadie, ni ser yo quien tire la primera piedra. No juzgues sí no quieres ser juzgado.
En las series de televisión, pensó Daisy, el policía suele decir eso de ?aténgase a los hechos?. Deseó poder usar aquella frase, pero no lo hizo.
Aquel tipo no le gustaba un pelo.
—He sacado copias impresas de todas las transacciones que considero anómalas —le dijo—. Como verá, todas ellas se hicieron desde el terminal de Nancy. Una vez más, debo insistir en que la discreción es esencial en este asunto: entre los clientes de la Agencia Grahame Coats hay importantes figuras públicas y, como ya le expliqué a su superior, si pudieran llevar a cabo sus pesquisas manteniendo todo este asunto en la más estricta confidencialidad, lo consideraría como un favor personal. La discreción ha de ser su consigna. Si, llegado el caso, pudiéramos persuadir al se?or Nancy para que devolviera el dinero malversado sin más, yo me daría por satisfecho y no tendría el menor inconveniente en dar por zanjado este asunto. No tengo mayor interés en llevarlo a los tribunales.