Ara?a se estiró en la ba?era.
—Te diré lo que vamos a hacer —dijo—: No puedo quedarme aquí para siempre. Antes de que te des cuenta, me habré marchado. Y, por mi parte, yo nunca pensaré en ti como si fueras un simple pescado. Soy consciente de que ambos estamos atravesando un momento de mucha tensión emocional, de modo que no hablemos más de este asunto. ?Por qué no sales a comer algo (déjame antes de irte una llave de la puerta principal) y te vas luego a ver una película?
Gordo Charlie se puso una cazadora y se marchó. Dejó su llave junto al fregadero. El aire fresco era una delicia, aunque el día estaba gris y chispeaba un poco. Compró el periódico. Se paró a comprar unas patatas fritas y una salchicha. Había dejado de chispear, así que se sentó en un banco en los jardines de una iglesia y se puso a leer el periódico mientras comía.
La verdad era que le apetecía mucho ir al cine.
Caminó hasta el Odeón y compró una entrada para el primer pase sin detenerse siquiera a escoger la película. Era una de acción y aventuras, y estaba empezada cuando entró en la sala. En la pantalla, las cosas estallaban y saltaban por los aires. Era fantástico.
En mitad de la película, a Gordo Charlie le dio por pensar que se estaba olvidando de algo. Algo que no dejaba de rondarle la cabeza, como un picor por detrás de los ojos, y no le dejaba concentrarse.
La película terminó.
Gordo Charlie se dio cuenta de que, aunque se lo había pasado bien, no recordaba demasiados detalles de lo que acababa de ver. Así que compró una bolsa grande de palomitas y se volvió a sentar en la butaca para verla de nuevo. La segunda vez le gustó todavía más.
Y mucho más la tercera.
Tras el tercer pase, pensó que quizá era hora de volver a casa, pero vio que había un programa doble: Cabeza borradora y True Stories, y lo cierto era que no había visto ninguna de las dos, de modo que se quedó a verlas, aunque a esas alturas estaba ya muerto de hambre, por lo que al terminar Cabeza borradora no estaba muy seguro de haber entendido exactamente de qué iba la película, ni de qué hacía aquella mujer en el radiador, y se preguntó si le permitirían quedarse al siguiente pase, pero le explicaron varias veces, haciendo gala de una paciencia exquisita, que ya era hora de cerrar y le preguntaron si no tenía casa y si no iba siendo ya hora de que se acostara.
La verdad era que sí tenía casa y que, en efecto, era ya hora de acostarse —aunque, por un momento, nada de eso se le había pasado por la cabeza—. Así que dirigió sus pasos hacia Maxwell Gardens y, al llegar a casa, le sorprendió un poco ver que la luz de su cuarto estaba encendida.
Las cortinas estaban echadas, pero al trasluz se veían dos siluetas que se movían de un lado a otro. Le pareció reconocerlas.
Se habían acercado y se estaban fundiendo en una misma sombra.
Gordo Charlie profirió un aullido largo y espeluznante.
La casa de la se?ora Dunwiddy estaba llena de animales de plástico. Las partículas de polvo se desplazaban allí muy lentamente, como si estuvieran acostumbradas a la luz de otra época en la que la vida transcurría con más calma y no terminaran de hacerse a esta luz moderna, tan veloz. El sofá y las sillas estaban cubiertos con plásticos, y crujían cuando te sentabas en ellos.
En el cuarto de ba?o de la se?ora Dunwiddy había un papel higiénico áspero con olor a pino. La se?ora Dunwiddy creía firmemente en el ahorro, y el papel higiénico áspero con olor a pino constituía la base de su política de ahorro. Todavía se podía encontrar en algunas tiendas, siempre que uno se tomara la molestia de ir buscándolo de tienda en tienda y estuviera dispuesto a pagar un poco más.
La casa de la se?ora Dunwiddy olía a perfume de violetas. Era una casa vieja. La gente suele olvidar que los hijos de los primeros colonos de Florida ya eran ancianos cuando los estrictos puritanos pusieron pie a tierra en Plymouth Rock. La casa no era tan antigua como eso; había sido construida en los a?os veinte, como parte de un plan de desarrollo urbanístico de la zona, y concebida originalmente como casa piloto, para que los demás compradores pudieran hacerse una idea de cómo serían sus futuras casas —casas que finalmente no pudieron construir, porque las parcelas que les habían vendido resultaron ser auténticas ciénagas infestadas de caimanes—. La casa de la se?ora Dunwiddy había sobrevivido a los huracanes sin perder ni una sola teja.
Cuando llamaron a la puerta, la se?ora Dunwiddy estaba rellenando un pavo peque?o.
—Qué oportuno —gru?ó, pero se lavó las manos y fue a abrir. Caminaba por el pasillo tanteando la pared con la mano izquierda, llevando puestas sus sempiternas gafas de culo de vaso.
Abrió la puerta, una rendija tan sólo, y asomó la cabeza para ver quién era.
—?Louella? Soy yo. —Era Callyanne Higgler.