Los Hijos de Anansi

Gordo Charlie abrió la puerta y se quedó en el pasillo, parpadeando.

 

Allí estaba la habitación, sí; hasta ahí, todo normal, pero era una habitación gigantesca. Una habitación magnífica. En la pared del fondo había ventanas —unos enormes ventanales— a través de los cuales se veía algo que parecía una cascada. Y más allá de la cascada, un sol tropical sobre el horizonte que lo te?ía todo con una luz dorada. También había una chimenea, tan grande como para asar un par de bueyes, en la que crepitaban tres le?os. Y una hamaca en un rincón, además de un blanquísimo sofá y una cama con dosel. Junto a la chimenea había algo que Gordo Charlie, que sólo los había visto en las revistas, dedujo que debía de ser un jacuzzi. Había una alfombra de piel de cebra y otra piel de oso colgada en la pared, y también uno de esos sofisticados equipos de música que se activan con el movimiento de las manos. En otra de las paredes había una pantalla de televisión tan grande como la antigua habitación. Y todavía había más...

 

—?Qué demonios has hecho? —preguntó Gordo Charlie. No se atrevía a entrar.

 

—Bueno —respondió Ara?a—, puesto que voy a quedarme unos días contigo, he pensado que sería mejor traerme algunas cosillas.

 

—?Algunas cosillas? Algunas cosillas son un par de bolsos de viaje con algo de ropa, unos cuantos juegos para la Play Station y una planta. Esto... esto es... —no encontraba palabras.

 

Ara?a le dio unas palmaditas en el hombro según entraba en la habitación.

 

—Si me necesitas para lo que sea —le dijo a su hermano—, estaré en mi habitación.

 

Y cerró la puerta tras de sí.

 

Gordo Charlie manipuló el pomo de la puerta. Había echado el pestillo.

 

Fue al cuarto de estar, cogió el teléfono del pasillo y marcó el número de la se?ora Higgler.

 

—?Quién co?o llama a estas horas de la ma?ana? —contestó la se?ora Higgler.

 

—Soy yo, Gordo Charlie. Siento haberla despertado.

 

—?Y bien? ?Para qué me llamabas?

 

—Pues llamaba para pedirle un consejo. Verá, mi hermano ha venido a visitarme.

 

—Tu hermano.

 

—Ara?a. Usted fue quien me habló de él. Me dijo que, cuando quisiera verle, le mandara recado con una ara?a, y eso fue lo que hice. Ahora está aquí.

 

—Bueno —replicó ella, algo evasiva—, eso está bien.

 

—No, no está bien.

 

—?Qué es lo que no está bien? Es tu familia, ?no?

 

—Mire, ahora no puedo explicarle los detalles. Sólo quiero que se largue de aquí.

 

—?Has probado a pedírselo amablemente?

 

—Acabo de hacerlo. Y dice que no piensa marcharse. Se ha montado algo parecido al Palacio del Placer de Kublai Kan, sólo que en lugar de Xanadú ha elegido mi cuarto de los trastos, y donde yo vivo se necesita una licencia del ayuntamiento hasta para cambiar las ventanas. Me ha plantado allí una cascada, incluso. No dentro de la habitación, claro, sino al otro lado de la ventana. Y anda detrás de mi novia.

 

—?Cómo lo sabes?

 

—él mismo me lo dijo.

 

La se?ora Higgler replicó:

 

—Mi cabeza se niega a funcionar antes del primer café.

 

—Sólo necesito saber cómo puedo echarle de aquí.

 

—No lo sé —respondió la se?ora Higgler—. Lo comentaré con la se?ora Dunwiddy. —Y colgó.

 

Gordo Charlie se dirigió de nuevo al final del pasillo y llamó a la puerta.

 

—?Y ahora qué es lo que quieres?

 

—Quiero hablar contigo.

 

Sonó un clic y la puerta se abrió. Gordo Charlie entró. Ara?a estaba desnudo, tomando un ba?o caliente. Tenía al lado un vaso de tubo helado que contenía un extra?o cóctel de color eléctrico. Los inmensos ventanales estaban abiertos y el rumor de la cascada contrastaba con el tenue fondo musical de un jazz líquido que emanaba de unos altavoces ocultos en algún lugar de la habitación.

 

—Mira —dijo Gordo Charlie—, tienes que entenderlo, ésta es mi casa.

 

Ara?a parpadeó.

 

—?Esto? ?Esto es tu casa?

 

—Bueno, no exactamente. Pero como si lo fuera. Quiero decir, esto está dentro de una habitación de mi casa, y tú eres un invitado. Yo...

 

Ara?a bebió un trago y se sumergió un poco más en el agua para disfrutar de su calor.

 

—Se dice —comentó Ara?a— que los invitados son como el pescado. A los tres días, empiezan a apestar.

 

—Un dicho muy sabio —se?aló Gordo Charlie.

 

—Pero resulta duro marcharse —continuó Ara?a— cuando te has pasado una vida entera sin ver a tu propio hermano. Es duro marcharse cuando resulta que él ni siquiera sabía que existías. Y aún más duro es comprobar que, cuando por fin te reúnes con él, tu compa?ía no le resulta más agradable que la de un simple pescado.

 

—Pero... —dijo Gordo Charlie.

 

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