Los hijos le dieron vueltas y más vueltas a la cabeza tratando de recordar uno por uno todos los cuentos que su padre les había contado. Luego, se fueron a los pozos y compraron alquitrán por valor de seis peniques, cantidad suficiente para llenar cuatro cubos grandes, y los llevaron al bancal. Allí, entre las matas de guisantes, se pusieron a hacer un mu?eco de alquitrán con su cara, sus ojos, sus brazos, sus dedos y su torso —todo— de alquitrán. El mu?eco era perfecto, tan negro y arrogante como el propio Anansi.
Aquella noche, el viejo Anansi —que estaba ahora más gordo de lo que lo había estado en toda su vida— salió de debajo de la tierra, rollizo y feliz, con la barriga como un pandero, y se dirigió pesadamente al bancal de guisantes.
—?Y tú quién eres? —le preguntó al mu?eco de alquitrán— Este bancal es mío. Más vale que te largues, o te vas a enterar de lo que es bueno.
Pero el mu?eco no dijo nada ni movió un solo músculo.
—Soy el tipo más fuerte y poderoso que hayas conocido en tu vida —le advirtió Anansi—. Soy más fiero que el León, más veloz que el Guepardo, más fuerte que el Elefante y más temible que el Tigre. —Hinchó pecho con gesto orgulloso pensando en su poderío, en su fuerza y en su ferocidad, y se olvidó de que no era más que una peque?a ara?a—. Tiembla —a?adió—. Tiembla y echa a correr.
Pero el mu?eco no tembló ni echó a correr. En honor a la verdad, debo decir que se quedó allí plantado.
Así que Anansi le dio un pu?etazo.
El pu?o de Anansi se quedó pegado al alquitrán.
—Suéltame la mano —le dijo al mu?eco—. Suéltala o tendré que darte un pu?etazo en la cara.
Pero el mu?eco seguía sin decir esta boca es mía y sin mover el más mínimo músculo, de modo que Anansi le dio otro fuerte pu?etazo en plena cara.
—Muy bien —dijo Anansi—. Una broma es una broma. Puedes agarrarme las dos manos, si quieres, pero tengo otras cuatro más, y dos piernas bien firmes; no vas a poder sujetarlas todas a la vez, así que suéltame y seré clemente contigo.
Pero el mu?eco no soltó las manos de Anansi, y seguía sin decir ni pío, así que Anansi le golpeó con todas sus manos y, a continuación, se lió con él a patadas, primero con una pierna y luego con la otra.
—Vale —dijo Anansi—. Si no me sueltas, tendré que morderte.
Al hacerlo, toda la boca se le llenó de alquitrán, que además le manchó la nariz y el resto de la cara.
Y así fue como lo encontraron su mujer y sus hijos a la ma?ana siguiente, cuando bajaron hasta el bancal de guisantes que había junto al viejo árbol del pan: pegado al mu?eco de alquitrán y más muerto que muerto.
No se sorprendieron al encontrarlo de esa guisa.
En aquellos tiempos, era habitual encontrarse a Anansi de aquella manera.
Capítulo Sexto
En el que Gordo Charlie no consigue volver a su casa ni en taxi
Daisy se despertó al oír la alarma. Se estiró en la cama como un gatito. Oía el agua de la ducha, lo que significaba que su compa?era de piso estaba levantada ya. Se puso un albornoz de color rosa y salió al pasillo.
—?Te apetecen unas gachas para desayunar? —gritó a la puerta del ba?o.
—No especialmente. Pero, si vas a hacerlas, las comeré.
—Tú sí que sabes cómo hacer que una chica se sienta útil —dijo Daisy, y fue a la cocina a poner las gachas al fuego.
Volvió a su habitación, se vistió con la ropa que usaba para ir a trabajar y, a continuación, se echó un vistazo en el espejo. Gesticuló y se hizo un mo?o con el pelo bien tirante.
Su compa?era de piso, Carol —una chica de rostro enjuto nacida en Preston—, asomó la cabeza por la puerta. Se estaba frotando vigorosamente el cabello con una toalla.
—El ba?o es todo tuyo. ?Cómo van esas gachas?
—Seguramente habrá que removerlas.
—Por cierto, ?dónde estuviste anoche? Dijiste que salías a tomar unas copas para celebrar el cumplea?os de Sybilla y no has dormido en casa.
—?Y a ti qué te importa? —Daisy fue a la cocina y removió un poco las gachas. A?adió una pizca de sal y las removió de nuevo. Repartió las gachas en dos cuencos y las dejó sobre la encimera.
—?Carol! Las gachas se enfrían.
Carol se sentó y se quedó con la mirada perdida en sus gachas. No había terminado de vestirse.
—Esto no es lo que yo llamo un buen desayuno. Un buen desayuno son huevos fritos con salchichas, morcilla y unas rodajas de tomate a la plancha.
—Pues prepáralo tú —replicó Daisy—, yo me apunto.
Carol se echó una cucharadita de azúcar y se quedó mirando sus gachas. A continuación, a?adió otra cucharadita más.
—No, qué co?o te vas a apuntar. Siempre dices eso, pero luego empiezas con el rollo del colesterol y del da?o que le hacen los fritos a tus ri?ones. —Se comió las gachas como si tuviera miedo de que la mordieran. Daisy le pasó una taza de té—. Tú y tus ri?ones. Mira, eso estaría bien, para variar. ?Alguna vez has comido ri?ones, Daisy?
—Una vez —respondió Daisy—, y si tengo que ser sincera, creo que un filete de hígado pasado por la sartén y ali?ado con pis tendría exactamente el mismo sabor. Carol le lanzó una mirada de reproche.
—Te podías haber ahorrado ese comentario —dijo.
—Cómete las gachas.