Los Hijos de Anansi

Grahame Coats, que veinte a?os antes le había comprado lo que quedaba de la Agencia de Binky Butterworth a la bisnieta del propio Binky, afirmaba que el ascensor formaba parte de su legado histórico.

 

Rosie salió, cerró de golpe la reja, luego la puerta, y se dirigió a la recepción. Le dijo a la recepcionista que quería ver a Charles Nancy. Se sentó en un sofá, bajo unas fotografías en las que Grahame Coats aparecía acompa?ado de algunos de sus representados. Reconoció a Morris Livingstone, el cómico, algunos grupos musicales infantiles hoy olvidados, y unos cuantos deportistas famosos que, en sus últimos a?os, se habían convertido en ?figuras?. La mayoría pertenecía a esa clase de famosos que se divierte cometiendo todo tipo de excesos y no para hasta ver su nombre en la lista de espera para un transplante de hígado.

 

Un hombre apareció en la recepción. No se parecía en absoluto a Gordo Charlie. Tenía un aspecto más siniestro, y sonreía como si lo encontrara todo increíblemente divertido —demasiado divertido, de un modo algo perverso.

 

—Soy Gordo Charlie —dijo el hombre.

 

Rosie se acercó a Gordo Charlie y le dio un piquito en la mejilla. El hombre dijo:

 

—?Nos conocemos? —Una pregunta un tanto extra?a, y luego continuó—. Pues claro que te conozco. Eres Rosie. Y cada día que pasa estás más guapa. —Y la besó en los labios.

 

No fue más que un leve roce, pero el corazón de Rosie se aceleró como el de Binky Butterworth después de un viajecito especialmente movido en el ascensor con una de sus coristas.

 

—Comer —dijo Rosie con voz aflautada—. Pasaba. Pensé que quizá podríamos... charlar.

 

—Sí —replicó el hombre al que Rosie creía ahora Gordo Charlie—. Comer.

 

Rodeó cálidamente los hombros de Rosie con su brazo.

 

—?Habías pensado en algún restaurante en particular?

 

—Oh —respondió ella—. Es igual. Donde tú quieras.

 

Era su olor, pensó. ?Por qué no se había dado cuenta hasta ese momento de lo mucho que le gustaba su olor?

 

—Bueno, ya se nos ocurrirá algo —dijo él—. ?Bajamos por las escaleras?

 

—Si no te importa —replicó ella—, creo que prefiero coger el ascensor.

 

Rosie volvió a cerrar la puerta interior y bajaron los cinco pisos despacio, con aquel traqueteo, pegados el uno al otro.

 

Rosie no recordaba la última vez que se había sentido así de feliz.

 

Al salir a la calle el móvil de Rosie la avisó de que tenía una llamada perdida. No hizo ni caso.

 

Entraron en el primer restaurante que encontraron. Un mes antes había sido un sofisticado restaurante japonés, con una cinta transportadora por la que circulaban diferentes platos de pescado crudo cuyo precio variaba según el color del plato. El restaurante había quebrado y había sido reemplazado inmediatamente por un húngaro que conservó la cinta transportadora como una sofisticada aportación a la gastronomía húngara, lo que hacía que el goulash, las bolas de paprika y la crema agria se quedaran fríos en pocos minutos mientras circulaban majestuosamente por todo el restaurante.

 

Rosie pensó que tampoco éste duraría mucho.

 

—?Dónde estuviste anoche? —le preguntó.

 

—Por ahí —dijo—. Salí con mi hermano.

 

—Eres hijo único —replicó ella.

 

—Qué va. Ahora resulta que somos dos.

 

—?En serio? ?Otra extra?a herencia de tu padre?

 

—Cari?o —dijo el hombre que ella creía Gordo Charlie—, todavía no sabes ni la mitad.

 

—En fin —dijo Rosie—. Supongo que asistirá a la boda.

 

—Creo que no se la perdería por nada del mundo. —Cogió la mano de Rosie entre las suyas y a ella casi se le cayó la cuchara que sostenía con la otra mano—. ?Qué planes tienes para el resto de la tarde?

 

—Nada de particular. En la oficina no hay mucho movimiento ahora mismo. Tendría que hacer un par de llamadas a ver si consigo alguna donación, pero tampoco es nada que no pueda esperar. ?Ibas a...? ?Estabas pensando...? Esto... ?Porqué?

 

—Hace un día precioso. ?Te apetece que demos un paseo?

 

—Me encantaría —respondió Rosie.

 

Bajaron hasta el Embankment y pasearon por las orillas del Támesis. Caminaban despacio, cogidos de la mano, hablando de nada en particular.

 

—?Y qué pasa con tu trabajo? —preguntó Rosie cuando se detuvieron a comprar un helado.

 

—Oh —respondió él—, seguro que no les importa. Probablemente ni siquiera se darán cuenta de que no he vuelto.

 

Gordo Charlie subió corriendo por las escaleras a la Agencia Grahame Coats. Siempre subía por las escaleras. Primero, porque era un ejercicio muy saludable y, segundo, porque de ese modo no volvería a encontrarse atrapado en aquel claustrofóbico ascensor con otra persona, demasiado cerca para fingir que no lo había visto.

 

Llegó a la recepción jadeando levemente.

 

—?Ha venido hoy Rosie por aquí, Annie?

 

—?La has perdido?

 

Se dirigió a su despacho. Su mesa estaba ordenada de un modo peculiar. Había desaparecido la monta?a de cartas que aún no había abierto. Pegado en el monitor, había un post–it que decía: ?Pásate por mi despacho. GC?.

 

Llamó a la puerta del despacho de Grahame Coats. Esta vez, una voz le contestó desde el interior.

 

—?Sí?

 

Neil Gaiman's books