Los Hijos de Anansi

—No es eso —replicó Gordo Charlie—. Le he dicho que eras mi prima. Para que no pensara que eres mi... que hemos estado... ya sabes... me encuentra en mi apartamento con una desconocida y... ya me entiendes.

 

—?Tu prima? Bueno, no te preocupes. Lo más probable es que se olvide enseguida de que me ha visto y, si no, dile que me he marchado del país sin despedirme siquiera. Total, no vamos a volver a vernos.

 

—?De verdad? ?Me lo prometes?

 

—No hace falta que te alegres tanto.

 

Se oyó un claxon.

 

—Debe de ser mi taxi. Levántate y despídete de mí como es debido.

 

Gordo Charlie se levantó.

 

—No tienes de qué preocuparte —dijo Daisy. Y le abrazó.

 

—Creo que mi vida se acaba aquí —respondió Gordo Charlie.

 

—No, hombre, no.

 

—Estoy sentenciado.

 

—Gracias —dijo ella. Se inclinó y le dio un beso en los labios, un beso más largo y más sensual de lo que correspondía a la forma en que la acababa de presentar. Luego, Daisy le sonrió, bajó las escaleras con paso decidido y se marchó.

 

—Todo esto —dijo en alto Gordo Charlie cuando la puerta se hubo cerrado— no está sucediendo de verdad.

 

Aún sentía el sabor de los labios de Daisy: zumo de naranja y frambuesa. Aquello sí que era un beso. Un beso de verdad. Había una atracción sexual detrás de aquel beso que nunca antes había experimentado, en toda su vida, ni siquiera con los besos de...

 

—Rosie —pronunció su nombre en alto.

 

Abrió su móvil y la llamó.

 

—Has llamado a Rosie —contestó la voz de la propia Rosie—. O no puedo atenderte ahora, o me he dejado el teléfono otra vez. Este es mi buzón de voz. Intenta localizarme en casa o déjame un mensaje.

 

Gordo Charlie cerró el móvil. Luego, se puso un chaquetón encima del chándal y, parpadeando dolorosamente a causa de la brillante luz, salió a la calle.

 

Rosie Noah estaba preocupada, cosa que la preocupaba aún más. La culpa, como sucedía a menudo en la vida de Rosie, aunque ella no siempre quisiera admitirlo, era de la madre de Rosie.

 

Rosie se había acostumbrado a convivir con el hecho de que su madre detestaba la idea de que fuera a casarse con Gordo Charlie Nancy. Ella interpretaba la oposición de su madre como una se?al divina de que, seguramente, había tomado la decisión más acertada. Incluso a pesar de que, personalmente, tenía sus dudas.

 

Le quería, por supuesto. Era un hombre formal, juicioso, confiaba en él...

 

Aquel inesperado cambio en la actitud de su madre con respecto a su boda la tenía preocupada, y ese repentino interés en participar en la organización del evento la tenía profundamente trastornada.

 

Había llamado a Gordo Charlie la noche anterior para hablarle de ello, pero no contestaba ni en casa ni en el móvil. Rosie pensó que quizá se había acostado temprano.

 

Por eso quería comer con él.

 

La Agencia Grahame Coats estaba en el último piso de un edificio Victoriano en Aldwych, y había que subir cinco tramos de escaleras para llegar hasta allí. El edificio tenía ascensor, claro, una auténtica pieza de museo; había sido instalado cien a?os antes a instancias de Rupert Binky Butterworth, un famoso representante teatral en aquella época. Era un ascensor minúsculo, lento, que traqueteaba igual que una vieja diligencia, y cuyo peculiar dise?o y funcionamiento sólo podías llegar a comprender cuando te enterabas de que Binky Butterworth tenía un tama?o, una forma y una habilidad para acoplarse en los espacios reducidos similares a los de una corpulenta cría de hipopótamo, y había dise?ado aquel ascensor para que cupieran, muy justos, Binky Butterworth y otra persona más, alguien mucho más delgado: una corista, por ejemplo, o un boy —Binky no hacía distinciones—. Todo lo que Binky necesitaba para ser feliz era algún artista en busca de representante que tuviera que subir con él en el ascensor aquellos cinco pisos, bien arrimaditos los dos, lentamente, con un buen traqueteo para animar la cosa. Binky debía de llegar tan acalorado después del viajecito, que seguramente tendría que echarse un rato, dejando que la corista o el boy de turno descansaran las piernas en la sala de espera, temerosos de que el rostro congestionado y la acelerada respiración de Binky fueran los primeros síntomas de una apoplejía, como lo llamaban por aquel entonces.

 

La primera vez subían con Binky Butterworth, pero después del trago que eso suponía, preferían subir siempre a pie.

 

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