Grahame Coats tenía por costumbre renovar su plantilla constantemente. Había gente que llegaba y se marchaba enseguida. Otros llegaban y se quedaban hasta el preciso momento en el que la ley establecía que el empleado tenía derecho a un contrato indefinido con todas las garantías. Gordo Charlie llevaba allí más tiempo que ningún otro empleado: un a?o y once meses. Faltaba tan sólo un mes para que el subsidio de paro y la magistratura de trabajo volvieran a formar parte de su vida.
Grahame Coats tenía preparado un discurso que soltaba siempre a sus empleados antes de despedirlos. Se sentía muy orgulloso de él.
—Donde una puerta se cierra —comenzó—, otra se abre. Así que, como siempre digo: si la vida te da limones, haz limonada.
—Y al mal tiempo —apuntó Ara?a—, buena cara.
—Ah, sí. Sí. Muy cierto. Bien. A nuestro paso por este valle de lágrimas, debemos detenernos un momento y tomar conciencia de que...
—No hay mal que por bien no venga.
—?Qué? Oh. —A Grahame Coats le estaba costando no perder el hilo de su discurso—. La felicidad es como una mariposa.
—O un pájaro azul.
—Eso es. ?Me deja usted acabar?
—Por supuesto. Soy todo oídos —contestó alegremente Ara?a.
—Y la felicidad de cuantos trabajan en la Agencia Grahame Coats es para mí tan importante como la mía propia.
—No sabe usted —replicó Ara?a— cuánto me alegro de oír eso.
—Sí —dijo Grahame Coats.
—Bueno, será mejor que vuelva al trabajo. Pero lo he pasado de maravilla. Si le apetece que repitamos en otra ocasión, no tiene más que decirlo. Ya sabe dónde encontrarme.
—La Felicidad —continuó Grahame Coats. La voz empezaba a salirle un tanto estrangulada—. Eso es. Y yo me pregunto, Nancy, Charles, ?es esto...? ?Es usted feliz trabajando con nosotros? ?No está usted conmigo en que podría ser mucho más feliz trabajando en otro sitio?
—Yo no me lo pregunto —respondió Ara?a—. ?Quiere usted saber lo que yo me pregunto?
Grahame Coats se quedó callado. Nunca antes le había pasado una cosa así. Normalmente, al llegar a este punto, el destinatario del discurso se desmoronaba y se quedaba noqueado. Algunos incluso lloraban. Pero a Grahame Coats no le importaba que lloraran.
—Lo que yo me pregunto —continuó Ara?a— es para qué sirven esas cuentas que tiene en las Islas Caimán. Lo digo porque da la impresión de que, algunas veces, el dinero que debería ir a parar a las cuentas de nuestros clientes se desvía y acaba en esas otras cuentas. Es un sistema un tanto curioso de administración financiera, desviar los fondos a una cuenta personal. Hasta ahora no lo había visto nunca. Esperaba que usted pudiera explicármelo con más detalle.
Grahame Coats estaba lívido; su rostro tenía un tono parecido al que en los catálogos de pintura se describe como ?cal? o ?magnolia?.
—?Cómo ha logrado usted acceder a esas cuentas? —le preguntó.
—Ordenadores —respondió Ara?a—. ?No le sacan de quicio? A mí sí, no hay manera.
Grahame Coats se quedó pensativo un buen rato. Siempre había imaginado que sus finanzas eran tan intrincadas que, incluso si los muchachos del fisco llegaban a sospechar que se estaba llevando a cabo algún tipo de fraude, les sería muy difícil explicar exactamente en qué consistía ante un tribunal. O eso era lo que le gustaba pensar.
—No es ilegal poseer cuentas en el extranjero —afirmó, tratando de parecer tranquilo.
—?Ilegal? —dijo Ara?a—. Espero sinceramente que no. Quiero decir que si llegara a enterarme de que alguien está cometiendo un delito, me vería obligado a dar parte a las autoridades competentes.
Grahame Coats cogió su pluma, pero volvió a dejarla sobre la mesa.
—Ah —replicó—, bien. Me encanta charlar, conversar amistosamente, pasar el rato con usted, Charles, pero creo que ambos tenemos aún mucho trabajo por hacer hoy. Después de todo, el tiempo vuela. No hay que dormirse en los laureles.
—Trabajar para medrar —comentó Ara?a.
Gordo Charlie empezaba a sentirse de nuevo un ser humano. Se le había pasado el dolor; poco a poco, las náuseas habían ido desapareciendo también. Aunque aún no estaba muy convencido de que el mundo fuera un lugar precisamente maravilloso y alegre, al menos había abandonado ya el noveno círculo del infierno de la resaca, lo cual era un gran alivio.
Daisy había tomado posesión de su cuarto de ba?o. Había oído el agua correr y a Daisy haciendo sus abluciones.
Llamó con los nudillos.
—Estoy aquí —contestó Daisy—. Estoy en el ba?o.
—Ya lo sé —replicó Gordo Charlie—. Mejor dicho, no lo sabía, pero lo suponía.
—?Sí?—preguntó Daisy.
—Sólo me preguntaba... —dijo Gordo Charlie—, me preguntaba, ?por qué volviste aquí anoche?
—Bueno —respondió ella—, tu estado era más bien lamentable. Y me dio la impresión de que tu hermano iba a necesitar algo de ayuda. Hoy tengo la ma?ana libre, así que... Voilà!
—Voilà —repitió Gordo Charlie. Por un lado, la chica sentía lástima de él. Por otro, le gustaba mucho Ara?a. Sí. Apenas conocía a su hermano de un día y ya tenía la sensación de que no le esperaban grandes sorpresas en aquella nueva relación. Ara?a era el que ligaba y él un triste segundón.
Daisy dijo:
—Tienes una voz preciosa.
—?Qué?