Pero Ara?a ya había colgado el teléfono, y el display se había quedado en blanco.
La bata de Gordo Charlie entró por la puerta. Había una chica dentro de ella. La bata le sentaba bastante mejor que a él. Llevaba una bandeja que contenía un vaso de agua con un Alka–Seltzer en plena efervescencia y una taza.
—Bébete estas dos cosas —le dijo—. Primero lo que hay en la taza. De un trago.
—?Qué es?
—Yema de huevo, salsa Worcester, Tabasco, sal, un pelín de vodka y otras cosillas por el estilo. Una de dos: o te mata, o te quita la resaca —le dijo en un tono que no admitía discusión—. Bebe.
Gordo Charlie obedeció.
—?Joder! —dijo.
—Sí —admitió ella—, pero sigues vivo.
él no estaba tan seguro pero, de todos modos, se bebió el Alka–Seltzer. De repente, le vino algo a la cabeza.
—Esto... —dijo Gordo Charlie—. Esto... Una cosa. Anoche. Nosotros... bueno...
Ella no parecía entender lo que intentaba decirle.
—Nosotros, ?qué?
—Ya sabes, ?lo hicimos?
—?Me estás diciendo que no te acuerdas? —Su rostro se desmoronó—. Dijiste que había sido el mejor polvo que habías echado en tu vida. Que era como si nunca antes le hubieras hecho el amor a una mujer. Fuiste en parte un dios, en parte un animal y en parte una máquina incansable...
Gordo Charlie no sabía adónde mirar. Ella soltó una risita.
—Es co?a —dijo—. Ayudé a tu hermano a traerte a casa, te lavamos un poco y, después, ya sabes...
—No —replicó él—, no lo sé.
—Vale —dijo—, estabas muerto de frío, y tu cama es muy grande. No sé muy bien dónde ha dormido tu hermano. Debe de tener una constitución de hierro. Se levantó al amanecer, todo fresco y sonriente.
—Se fue a trabajar —le explicó Gordo Charlie—, se ha hecho pasar por mí.
—?Y no han notado la diferencia? Quiero decir, no sois precisamente gemelos.
—Pues por lo visto, no —dijo, negando con la cabeza. Luego, la miró. Le estaba sacando la lengua, una lengua peque?a y rosada.
—?Cómo te llamas?
—?También has olvidado eso? Yo sí recuerdo tu nombre. Eres Gordo Charlie.
—Charles —la corrigió—. Charles, a secas.
—Yo me llamo Daisy —dijo, y extendió su mano—. Encantada de conocerte.
Se estrecharon la mano con aire solemne.
—Ahora me siento un poco mejor —dijo Gordo Charlie.
—Ya te lo dije —replicó ella—: o te mata o te cura.
Ara?a se lo estaba pasando en grande en la oficina. No solía trabajar en oficinas. No solía trabajar. Todo era nuevo para él, todo era maravilloso y extra?o, desde el minúsculo ascensor en el que subió a la quinta planta hasta las laberínticas oficinas de la Agencia Grahame Coats. Se quedó mirando, completamente fascinado, la vitrina del vestíbulo en la que había expuestos unos cuantos premios llenos de polvo. Se paseó por las oficinas y cuando alguien le preguntaba quién era respondía: ?Soy Gordo Charlie Nancy?. Lo decía con su voz de dios, que hacía que cualquier cosa que dijera pareciera verdad.
Descubrió la sala común y se preparó varias tazas de té. Luego, se las llevó a la mesa de Gordo Charlie y las distribuyó artísticamente sobre ella. Se puso a jugar con el ordenador. Le pidió la contrase?a. ?Soy Gordo Charlie Nancy?, le dijo al ordenador, pero aun así había sitios a los que no le dejaba acceder, de modo que dijo: ?Soy Grahame Coats?, y el ordenador le dio acceso ilimitado.
Estuvo curioseando hasta que se aburrió.
Se entretuvo entonces con los documentos que había en la bandeja de entrada de Gordo Charlie. Luego se puso a enredar con los de la bandeja de asuntos pendientes.
Entonces pensó que seguramente Gordo Charlie ya se habría levantado, así que le llamó a casa para decirle que todo iba bien; justo cuando pensaba que empezaba a hacer avances con él, Grahame Coats se asomó por la puerta, se pasó los dedos por sus labios de armi?o y le hizo se?as para que se acercara.
—Tengo que irme —le dijo Ara?a a su hermano—, el gran jefe quiere hablar conmigo —y colgó el teléfono.
—Otra vez haciendo llamadas privadas en horas de oficina, Nancy —afirmó Grahame Coats.
—Per–fectuputamadre —admitió Ara?a.
—?Y era a mí a quien te referías con lo de ?gran jefe?? —inquirió Grahame Coats. Atravesaron juntos el rellano y se dirigieron a su despacho.
—Es usted el más grande —dijo Ara?a— y el más jefe.
Grahame Coats parecía desconcertado; sospechaba que se estaba burlando de él, pero no estaba seguro, y aquello le inquietaba.
—En fin, siénteseme, siénteseme usted —dijo.
Ara?a se le sentó.