—Soy yo —dijo.
—Sí —respondió Grahame Coats—, pase, pase, se?or Nancy. Tome asiento. He estado pensando largo y tendido en nuestra charla de esta ma?ana. Y tengo la impresión de que lo he subestimado a usted. Lleva trabajando con nosotros... ?cuánto tiempo?
—Casi dos a?os.
—Ha trabajado usted mucho y muy duro. Y ahora, el triste fallecimiento de su padre...
—En realidad apenas le conocía.
—Ah. Qué fortaleza de espíritu la suya, Nancy. Puesto que estamos en temporada baja, ?qué me diría si le ofreciese un par de semanas de vacaciones? Ni que decir tiene que en esas dos semanas percibiría usted su sueldo completo, por supuesto.
—?Mi sueldo completo? —repitió Gordo Charlie.
—Su sueldo completo, pero, sí, ya entiendo lo que quiere decir. Un incentivo. Estoy seguro de que le vendría bien un dinero extra para disfrutarlo mientras esté de vacaciones, ?cierto?
Gordo Charlie trataba de imaginarse en qué clase de nuevo universo había aterrizado de repente.
—?Me está despidiendo?
Grahame Coats se echó a reír, parecía una comadreja con una astilla de hueso clavada en la garganta.
—Nada de eso. Al contrario. De hecho —dijo—, creo que ahora es cuando nos entendemos de verdad. Su puesto nunca ha sido más seguro. Seguro como una casa. Siempre y cuando siga siendo usted, tal como ha sido hasta ahora, un modelo de prudencia y discreción.
—?Cómo de seguras son las casas? —preguntó Gordo Charlie.
—Extraordinariamente seguras.
—Lo pregunto porque recuerdo haber leído en alguna parte que la mayoría de los accidentes ocurren en casa.
—Entonces —dijo Grahame Coats—, creo que es de vital importancia que regrese usted a su casa inmediatamente. —Le alargó a Gordo Charlie un papel—. Aquí tiene, un peque?o detalle para agradecerle sus dos a?os de duro trabajo en la Agencia Grahame Coats. —A continuación, a?adió las palabras que decía siempre que le daba dinero a alguien—. No se lo gaste todo de golpe.
Gordo Charlie miró el papel. Era un cheque.
—Dos mil libras. Co?o. Quiero decir, no puedo aceptarlas.
Grahame Coats le sonrió. Gordo Charlie estaba demasiado atónito–conmocionado–perplejo para entender lo que significaba aquella sonrisa.
—Que le vaya bien.
Gordo Charlie se dio media vuelta para regresar a su oficina.
Grahame Coats se apoyó en la puerta, con naturalidad, como una mangosta recostada despreocupadamente sobre un nido de serpientes.
—Una última pregunta, nada importante. Por si acaso, mientras se encuentra usted de vacaciones, relajándose y divirtiéndose (y le encarezco sobremanera a que se dedique usted a ambas cosas), por si acaso, decía, si durante su ausencia yo precisara consultar sus archivos, ?le importaría decirme cuál es su contrase?a?
—Creo que su contrase?a le da acceso a todo el sistema —dijo Gordo Charlie.
—Sin duda que sí —admitió Grahame Coats con aire jovial—. Es sólo por si acaso. Ya sabe usted lo caprichosos que son a veces los ordenadores.
—Es ?sirena? —respondió Gordo Charlie—: S—I—R—E—N—A.
—Estupendo —replicó Grahame Coats—. Estupendo.
No se frotó las manos pero su expresión era igual de elocuente que si lo hubiera hecho.
Gordo Charlie bajó por las escaleras con un cheque de dos mil libras en su bolsillo, preguntándose cómo había podido juzgar tan mal a Grahame Coats en esos dos a?os.
Dobló la esquina, entró en el banco e ingresó el cheque en su cuenta.
Luego, bajó hacia el Embankment para tomar un poco el aire y pensar.
Era dos mil libras más rico. El dolor de cabeza con que se había levantado aquella ma?ana había desaparecido por completo. Se sentía seguro y bien situado. Se preguntaba si Rosie podría acompa?arle en aquellas mini vacaciones. Era algo precipitado, pero a lo mejor...
Y, en ese preciso instante, vio a Ara?a y a Rosie paseando de la mano por la acera de enfrente. Rosie estaba dando los últimos mordiscos a un helado. De repente, se paró y tiró lo que le quedaba en una papelera. Tiró de Ara?a hacia ella y, con el sabor del helado aún en su boca, lo besó apasionadamente, recreándose en sus labios.
Gordo Charlie empezaba a sentir que le volvía el dolor de cabeza. Se quedó paralizado.
Los observó mientras se besaban. En su modesta opinión, tarde o temprano tendrían que detenerse a respirar, pero parecía que no, así que se dio la vuelta y echó a andar hacia el metro, en dirección opuesta, sintiéndose muy miserable.
Y regresó a casa.
Al llegar, Gordo Charlie se sentía fatal, de modo que se metió en la cama. Las sábanas aún conservaban algo del olor de Daisy. Cerró los ojos.
Pasó el tiempo, ahora Gordo Charlie caminaba por la arena de la playa en compa?ía de su padre. Iban descalzos. él era ni?o de nuevo, y su padre no tenía edad.
?Y bien —decía su padre—, ?qué tal os entendéis Ara?a y tú??