Los Hijos de Anansi

—Era él —le dijo a su madre—. Me ha invitado a cenar ma?ana por la noche, en su casa. Va a cocinar para mí. ?No es un encanto? —y a?adió—: Seguro que acaba en la cárcel por eso.

 

—Soy madre —replicó aquella mujer que vivía en una casa donde no había nada que comer y en la que el polvo no osaba posarse jamás— y sé lo que me digo.

 

La tarde iba cayendo, y Grahame Coats estaba en su despacho, sentado, con la vista fija en la pantalla del ordenador. Abría un documento tras otro; hojas de cálculo, para ser precisos. En algunas de ellas, retocaba los datos; el resto —la mayoría— las borraba directamente.

 

Se suponía que debía viajar aquella misma noche a Birmingham para asistir a la inauguración de una discoteca cuyo propietario, un futbolista retirado, era cliente de la agencia. Pero lo llamó y se disculpó diciendo que le había surgido algo en el último momento.

 

No tardó mucho en anochecer. Grahame Coats seguía sentado frente a la fría luz de la pantalla, cambiando un dato por aquí, falseando otro por allá y borrando documentos por acullá.

 

ésta es otra de las leyendas que se cuentan de Anansi.

 

En cierta ocasión —hace mucho, muchísimo tiempo—, la mujer de Anansi sembró un bancal de guisantes. Allí crecían los guisantes más exquisitos, más gordos y más verdes que hayáis visto nunca. Con sólo mirarlos, ya se te hacía la boca agua.

 

Anansi quiso comerse aquellos guisantes desde el momento en que los vio por primera vez. Y no iba a conformarse con unos pocos, pues Anansi era un hombre de voraces apetitos. No estaba dispuesto a compartirlos con nadie más. Los quería todos para él solo.

 

Así que Anansi se tumbó en la cama y comenzó a exhalar largos y escandalosos suspiros. Su mujer y sus hijos corrieron a ver por qué suspiraba de aquella manera.

 

—Me estoy muriendo —dijo Anansi con una vocecilla débil y trémula—, mi vida toca a su fin.

 

Al oír estas palabras, su mujer y sus hijos se echaron a llorar, desconsolados.

 

Con la misma vocecilla, Anansi dijo:

 

—Antes de morir, quiero que me prometáis dos cosas.

 

—Lo que quieras, lo que quieras —respondieron al unísono su mujer y sus hijos.

 

—En primer lugar, quiero que me prometáis que me enterraréis bajo el gran árbol del pan.

 

—?Te refieres al gran árbol del pan que está junto al bancal de guisantes? —le preguntó su esposa.

 

—Sí, exactamente a ése —respondió Anansi. Y a?adió, con la misma voz lastimera—: Aún hay una cosa más. Prometed que encenderéis una peque?a hoguera en recuerdo mío al pie de mi tumba. Y, para demostrarme que no me olvidaréis, quiero que mantengáis siempre vivo ese fuego, que no dejéis que se apague jamás.

 

—?Lo prometemos! ?Lo prometemos! —respondieron todos a coro, entre lloros y lamentos.

 

—Y sobre esa hoguera, en se?al de cari?o y de respeto, quiero que pongáis un pucherito lleno de agua salada, para que os recuerde siempre las saladas lágrimas que verteréis cuando yo me muera.

 

—?Lo prometemos! ?Lo prometemos! —sollozaron, y Anansi cerró los ojos y dejó de respirar.

 

Pues bien, se llevaron el cuerpo de Anansi hasta el gran árbol del pan que crecía junto al bancal de guisantes y lo enterraron a dos metros de profundidad. Al pie de la tumba, hicieron una peque?a hoguera sobre la cual colocaron un puchero lleno de agua salada.

 

Anansi se quedó allí enterrado todo el día pero, al caer la noche, salió de debajo de la tierra y se fue directo al bancal de guisantes. Cogió los más grandes, más dulces y más maduros y volvió junto a la tumba para cocerlos en el agua del puchero. Comió hasta que tuvo la barriga llena y tensa como un tambor.

 

Luego, antes de que amaneciera, volvió a meterse en la fosa y se quedó dormido. Dormía cuando su mujer y sus hijos descubrieron que los guisantes habían desaparecido, durmió mientras volvían a llenar el puchero de agua salada, y siguió durmiendo mientras ellos le lloraban.

 

Cada noche, Anansi salía de su tumba, bailando y felicitándose por haber sido tan astuto, y cada noche llenaba el puchero de guisantes con los que a continuación se llenaba la barriga. Comía hasta que ya no podía más.

 

Pasaron los días, y su mujer y sus hijos se fueron quedando cada vez más flacos, porque Anansi se comía cada noche todos los guisantes que iban madurando y, de este modo, su familia se quedaba sin nada que comer.

 

La mujer de Anansi miraba los platos vacíos y les preguntaba a sus hijos: ??Qué haría vuestro padre??.

 

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